No se repite las suficientes veces que hasta el mismo día de su fulminante y letal caída que arrastraría todo lo demás, Lehman Brothers gozó de la máxima nota de las agencias de calificación. Lo mismo que AIG, Merrill Lynch, Fannie Mae y todos los monstruos gigantescos que repartieron por el mundo entero mierdas empaquetadas que luego supimos que se llamaban “subprimes” y que igualmente lucían en su etiqueta una deslumbrante tripe A estampada por los chiringos de la evaluación de riesgos. Son los casos de fiasco —habría que matizar esta palabra— más clamorosos, pero ni mucho menos los únicos. Los emporios Enron o WorldCom se fueron a la tumba de un rato para otro pese a que los sabios analistas les habían pronosticado la más larga y rentable de las vidas.
Con estos precedentes, que convierten al método Ogino en paradigma de la infalibilidad, cuesta trabajo creer que se les regalen titulares a estos heraldos del apocalipsis interesado. Uno cada semana por lo menos y cuanto más tenebroso, con mayor tipografía. Lo divertido es que los fustigados por esos diagnósticos de cáncer o gangrena, que son en esencia los mismos que pagan por ellos, aseguran que no hay que hacerles caso porque a los mercados les entran por un oído y les salen por otro. ¿Por qué se enfadan, entonces? Talmente, lo que decía el maestro de la paradoja Yogi Berra de un restaurante: ya nadie va allí porque siempre está lleno.
La única esperanza de librarnos de estos aventadores de profecías que se cumplen a sí mismas es que se ahorquen con su propia cuerda. O que asesinen su gallina de los huevos de oro, que es lo que parece que están haciendo. Rebaja a rebaja van camino de encontrarse con el suelo. Si todo es bono basura, como han decretado en su última valoración a bulto de entidades bancarias del estado español, no les va a quedar escalón inferior al que descender. Salvo que caven otro sótano, que es lo que harán.