Volver

Ya adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno. No son, como en el caso de Gardel, las mismas que alumbraron hondas horas de dolor, sino, más prosaicamente, las que dejé encendidas antes de embutirme en las bermudas y calzarme las chanclas reglamentarias de veraneante. “Te has perdido un agosto intensísimo”, me dio la bienvenida el lunes alguien que se había quedado de retén atornillado al teletipo mientras este arribafirmante holgaba a 96 kilómetros de Babia, esa Ítaca de los que durante once meses nos empapuzamos de actualidad sin tiempo para retirar la cáscara ni el hueso. Había cierta convicción en el tono de mi bienintencionado interlocutor pero, por supuesto, no tragué.

La gran cura de humildad de las vacaciones de un periodista es constatar que uno mismo es capaz de pasar treinta días de espaldas a lo que durante el resto del año cuenta con los pulsos acelerados como si fuera una revelación definitiva. Rebajada la adrenalina por un termómetro que marca treinta grados y un vermú acompañado de una tapa, las noticias de las que no te va a tocar dar cuenta empequeñecen hasta parecer intrascendentes. La duda que uno no llega a plantearse hasta el momento de vuelta a la noria -o sea, tal que este preciso instante- es si eso no ocurrirá porque, efectivamente, cuatro quintas partes del material que servimos a nuestra clientela es perfectamente prescindible. Y a veces, más.

Ni se molesten en reflexionar sobre ello. Les va a dar lo mismo. Una vez recuperada la aceleración, hasta quienes en momentos de debilidad proponemos estas filosofías vanas, volveremos a disfrazar cada información con ropajes de acabose y no va más. Pasada por nuestra túrmix, la más insignificante declaración o el dato con menos sustancia lucirán cual si nadie pudiera seguir respirando sin estar al corriente de ellos. Hagan el favor de no contárselo a nadie o se descuajeringa el invento.