Hablemos de lo intrascendente. Si es que lo es, claro, porque hay que ver la tinta y la baba tóxica que han corrido a cuenta de la actuación de un par de veinteañeros en Eurovisión. Todavía se acuerda uno de cuando era un festivalucho rancio y casposo condenado al desprecio de los más guays del firmamento. Luego, no sabría decir cuándo, pasó algo raro, no sabría tampoco precisar qué (o no me atrevo, vamos), que convirtió el certamen en lo que sea que es hoy en día. Es verdad que probablemente quedemos muchos que seguimos tomándonoslo a chunga, como excusa boba para echar un sábado por la noche soltando gracietas en Twitter. Algunas con más carga de profundidad que otras, pero hasta ahí; nada que pretenda quedar para los restos ni que suponga un sesudo análisis de esta o aquella coyuntura.
Sin embargo —y pasando por alto a los fans-fans de la cosa, que juegan en otra liga—, están los que viven el concurso como si fuera la continuación de la guerra por otros medios. O vaya, como una cuestión de orgullo patrio donde es preciso enviar, no una representación musical en consonancia con los estilos que se gastan en el sarao, sino una suerte de legionarios que personifiquen los valores inveterados del terruño español. Los de este año, un catalán postadolescente alejado de lo tabarniano y una navarra que se atrevió a entonar Lau teilatu y a manifestar su disgusto por la tauromaquia, no cumplían los requisitos. Y como quiera que la canción que llevaban era un truñete que no podía aspirar más que al naufragio clasificatorio, han acabado pagando su osadía con gruesos titulares en el ultramonte. Pobres.