Patrioterismo eurovisivo

Hablemos de lo intrascendente. Si es que lo es, claro, porque hay que ver la tinta y la baba tóxica que han corrido a cuenta de la actuación de un par de veinteañeros en Eurovisión. Todavía se acuerda uno de cuando era un festivalucho rancio y casposo condenado al desprecio de los más guays del firmamento. Luego, no sabría decir cuándo, pasó algo raro, no sabría tampoco precisar qué (o no me atrevo, vamos), que convirtió el certamen en lo que sea que es hoy en día. Es verdad que probablemente quedemos muchos que seguimos tomándonoslo a chunga, como excusa boba para echar un sábado por la noche soltando gracietas en Twitter. Algunas con más carga de profundidad que otras, pero hasta ahí; nada que pretenda quedar para los restos ni que suponga un sesudo análisis de esta o aquella coyuntura.

Sin embargo —y pasando por alto a los fans-fans de la cosa, que juegan en otra liga—, están los que viven el concurso como si fuera la continuación de la guerra por otros medios. O vaya, como una cuestión de orgullo patrio donde es preciso enviar, no una representación musical en consonancia con los estilos que se gastan en el sarao, sino una suerte de legionarios que personifiquen los valores inveterados del terruño español. Los de este año, un catalán postadolescente alejado de lo tabarniano y una navarra que se atrevió a entonar Lau teilatu y a manifestar su disgusto por la tauromaquia, no cumplían los requisitos. Y como quiera que la canción que llevaban era un truñete que no podía aspirar más que al naufragio clasificatorio, han acabado pagando su osadía con gruesos titulares en el ultramonte. Pobres.

Que la prohíban más

Propongo un monumento por suscripción popular para la Unión Europea de Radio y Televisión. En la peana, copiando mi poema favorito de Gloria Fuertes, mandaremos grabar: Gracias, amor, por tu estúpido comportamiento. Una vez más, el dios de los sentimientos identitarios ha escrito derecho con renglones torcidos. Desde los días de Aznar y aquellos piadores asilvestrados que nos ayudaron a servir miles de raciones de Cocidito no se recordaba una reacción de efecto inverso igual a la que ha provocado el chusco, memo y lisérgico episodio de la prohibición de la ikurriña en Caspavisión, digo en Eurovisión.

Lo más parecido que se puede citar son las broncas sobre las pitadas al himno español en las finales futboleras. La gran salvedad, la gran diferencia, es que esta vez la defensa de la enseña vasca ha unido a prácticamente todo el espectro cromático-ideológico, incluyendo a muchos que hasta la fecha habían mostrado por ella un respeto y un cariño más bien escasos. ¿Qué me dicen de ese tuit de Mariano Rajoy con una tricolor ondeando al viento? ¿O de las palabras de Soraya Sáenz de Santamaría, casi en imitación de Escarlata O’Hara, proclamando que su gobierno en funciones defenderá la ikurriña allá donde haga falta? ¿O de García Margallo moviendo hilos diplomáticos para que los gañanes de la UER rectificaran su brutal cantada y se disculparan? Se imagina uno a Sabino despatarrado de la risa en su tumba, y a Fraga, en la suya, ciscándose en lo más barrido por la complacencia de los suyos con el trapo que tan antipático le resultaba. Visto lo ocurrido, quizá no estaría mal que la prohibieran más veces.

¿La ‘roja’ en San Mamés?

Viendo las últimas ediciones de Eurovisión —uno tiene esos vicios, qué le vamos a hacer—, me sorprendió un curioso fenómeno: se votaban entre sí estados que hasta anteayer habían mantenido guerras crudelísimas o, como poco, se las habían tenido muy pero que muy tiesas. Así, por ejemplo, Serbia, Croacia y Bosnia Herzegovina intercambiaban las máximas puntuaciones o las repúblicas bálticas aupaban a Rusia, que también beneficiaba a sus ex hermanastras en esa familia a la fuerza que fue la extinta URSS. Trasladándolo a lo cercano, me dio por pensar que quizá la normalidad por la que tanto suspiramos llegaría el día en el que Euskal Herria concediera ocho, diez o doce puntos a España (y viceversa) en el casposo festival.

El mismo argumento, seguramente de pata de banco, me lleva a creer que el nuevo tiempo lo será de verdad cuando cualquiera de nuestros estadios pueda acoger con total naturalidad un partido de la selección española de fútbol de una competición internacional. Me apresuro a señalar que hablo de naturalidad por ambas partes, lo que implica que nadie debería sentirse ni invadido ni invasor. Es decir, que la llamada Roja disputara el encuentro o los encuentros en parecidas condiciones —iguales del todo no iban a ser nunca— que, pongamos, Inglaterra, Francia, la antigua Checoslovaquia o Kuwait, a las que los que tenemos cierta edad vimos jugar en el viejo San Mamés en el Mundial de 1982.

¿Se dan los requisitos para que ocurra algo así? Diría que, desgraciadamente, no. Sin llegar a los extremos apocalípticos que pintó el viernes el Diputado General de Bizkaia, José Luis Bilbao, temo que nadie nos libraría de un puñado de episodios desagradables. Sin embargo, añado, a riesgo de ser acollejado impíamente, que quizá sea un sarampión que debamos pasar. Puedo estar equivocado, pero sostengo que romper de una vez ese tabú simbólico, cruzar ese Rubicón mental, nos haría más bien que mal.