¿Y el próximo partido?

No diremos que fue un sueño. 48.121 personas se reunieron en San Mamés una tarde invernal de miércoles para ver un partido de fútbol femenino. Me cuento entre los que —desde casa, ojo— sintieron una íntima invasión de orgullo y emoción ante las impresionantes imágenes del campo a reventar. Incluso cuando el amor a unos colores se ha ido atemperando por los años y ciertos hechos contantes y sonantes, resultaba imposible esquivar la piel de gallina, el nudo en la garganta y los ojos humedecidos. Fue algo grande, sin duda. Sin embargo, me temo que nos haremos trampas al solitario si pensamos que este hito es algo más que eso, un récord que merece celebración, pero que ni de lejos representa que se haya avanzado verdaderamente hacia la igualdad en el deporte.

Lamento el jarro de agua fría, aunque creo no ser el único que estima que en ese camino sería más valioso ver que el próximo encuentro, y el siguiente, y el que venga después cuentan, siquiera, con la mitad del respaldo en las gradas… pagando, claro. O si los ventajistas que se han atribuido el éxito, los que lo glosan con un paternalismo ruborizante o, en fin, los que se apuntan siempre a las fotos y las frasecitas chachiguays, supieran el nombre de media docena de jugadoras, sus correspondientes demarcaciones y sus características. Será magnífico también que en las barras de bar comenten algo sobre las rivales, los esquemas de juego, las alineaciones, los fichajes, las lesiones o la clasificación. Y no digamos si se compran para sí o para sus hijas o sus hijos una camiseta con nombre de mujer sobre el dorsal. Diría, y lo siento, que queda mucho para eso.

Hasta siempre, Quini

Menos mal que se ha ido el maldito febrero que en apenas una semana nos ha dejado sin dos de las mejores personas con las que hemos tenido la fortuna de compartir un buen trecho de vida. Sin terminar de llorar al genio del humor pero, sobre todo, inconmensurable ser humano que era Forges, nos toca decir adiós antes de tiempo a Enrique Castro, Quini, uno de los tipos más auténticos que haya pisado un terreno de juego.

Y si últimamente no nos ha quedado más remedio que denunciar la basura sin matices que acompaña al fútbol, hoy habremos de reconocer que entre esa inmundicia hay lugar para gentes de infinitos quilates de bonhomía y humildad. Comparen al siete veces Pichichi con cualquiera de los señoritos —millonarios prematuros, que decía el loco Bielsa— que pasean su palmito y su ego con elefantiasis por esas canchas de Dios, es decir, de Tebas, o sea, de Roures. Simplemente, no hay color. El asturiano gana de calle.

Tuve la fortuna de ver su último partido con el Sporting en el viejo San Mamés hace más de tres decenios. Cada vez que tocaba el balón, el estadio en pleno—¡éramos los rivales!— atronaba “¡Brujo, brujo, brujo!”, y al abandonar el césped, él lo agradeció llevándose la mano al pecho y aplaudiendo a la grada con sincera emoción.

Leo que marcó 219 goles en primera división. Para mi, ninguno como el que anotó por toda la escuadra de nuestros corazones cuando en el juicio por su secuestro a manos de unos pobres desgraciados, declaró: “Yo les perdono. Si lo hicieron, fue seguramente porque creyeron que no tenían otra salida. Si por mi fuera, podrían irse ahora a su casa con sus familias”. Inmenso.

Gilipolémicas

El jueves a las 10 de la mañana ya se sabía que era de todo punto imposible que la final de Copa se jugase en San Mamés. Lo contó José Manuel Monje en Onda Vasca. El motivo se caía de obvio. El 30 de mayo, tres días después de la fecha fijada para el encuentro, el estadio bilbaíno acogerá un concierto de Guns N’ Roses, anunciado, si no me falla la memoria, desde primeros de diciembre del año pasado. No estamos hablando de una verbena de pueblo. Un montaje así requiere varias jornadas, como confirmaron los promotores de la actuación del legendario grupo.

Mientras duró, fue bonito fantasear o especular con la idea del Alavés disputando el histórico partido frente al Barça a 65 kilómetros de casa. Y sí, sin olvidar el resto de ingredientes picantones añadidos: lo de la rivalidad entreverada de franca antipatía por un lado, y el hecho de acoger una competición española que, para colmo, lleva en su nombre al rey. Pero una vez demostrado que materialmente era inviable, el asunto debió haber quedado zanjado.

¿Por qué no fue así? Respondan los medios —y particularmente, el que se cascó un titular de primera amarillo chillón metiendo al lehendakari y al Sursum corda por medio— que, con todos y cada uno de los datos en la mano, siguieron enmerdando el patio. No pasa de moda el clásico: que la realidad no te joda un titular. Ahora, además, unos miles de clics, y a la mínima ética que le vayan dando. Pues nada, sigamos para bingo, que las finales futboleras surten de muchas broncas de diseño. Pasada esta que explota el provincianismo local, enseguida llega a sus pantallas la de la pitada al himno y al monarca.

¿La ‘roja’ en San Mamés?

Viendo las últimas ediciones de Eurovisión —uno tiene esos vicios, qué le vamos a hacer—, me sorprendió un curioso fenómeno: se votaban entre sí estados que hasta anteayer habían mantenido guerras crudelísimas o, como poco, se las habían tenido muy pero que muy tiesas. Así, por ejemplo, Serbia, Croacia y Bosnia Herzegovina intercambiaban las máximas puntuaciones o las repúblicas bálticas aupaban a Rusia, que también beneficiaba a sus ex hermanastras en esa familia a la fuerza que fue la extinta URSS. Trasladándolo a lo cercano, me dio por pensar que quizá la normalidad por la que tanto suspiramos llegaría el día en el que Euskal Herria concediera ocho, diez o doce puntos a España (y viceversa) en el casposo festival.

El mismo argumento, seguramente de pata de banco, me lleva a creer que el nuevo tiempo lo será de verdad cuando cualquiera de nuestros estadios pueda acoger con total naturalidad un partido de la selección española de fútbol de una competición internacional. Me apresuro a señalar que hablo de naturalidad por ambas partes, lo que implica que nadie debería sentirse ni invadido ni invasor. Es decir, que la llamada Roja disputara el encuentro o los encuentros en parecidas condiciones —iguales del todo no iban a ser nunca— que, pongamos, Inglaterra, Francia, la antigua Checoslovaquia o Kuwait, a las que los que tenemos cierta edad vimos jugar en el viejo San Mamés en el Mundial de 1982.

¿Se dan los requisitos para que ocurra algo así? Diría que, desgraciadamente, no. Sin llegar a los extremos apocalípticos que pintó el viernes el Diputado General de Bizkaia, José Luis Bilbao, temo que nadie nos libraría de un puñado de episodios desagradables. Sin embargo, añado, a riesgo de ser acollejado impíamente, que quizá sea un sarampión que debamos pasar. Puedo estar equivocado, pero sostengo que romper de una vez ese tabú simbólico, cruzar ese Rubicón mental, nos haría más bien que mal.