¿La ‘roja’ en San Mamés?

Viendo las últimas ediciones de Eurovisión —uno tiene esos vicios, qué le vamos a hacer—, me sorprendió un curioso fenómeno: se votaban entre sí estados que hasta anteayer habían mantenido guerras crudelísimas o, como poco, se las habían tenido muy pero que muy tiesas. Así, por ejemplo, Serbia, Croacia y Bosnia Herzegovina intercambiaban las máximas puntuaciones o las repúblicas bálticas aupaban a Rusia, que también beneficiaba a sus ex hermanastras en esa familia a la fuerza que fue la extinta URSS. Trasladándolo a lo cercano, me dio por pensar que quizá la normalidad por la que tanto suspiramos llegaría el día en el que Euskal Herria concediera ocho, diez o doce puntos a España (y viceversa) en el casposo festival.

El mismo argumento, seguramente de pata de banco, me lleva a creer que el nuevo tiempo lo será de verdad cuando cualquiera de nuestros estadios pueda acoger con total naturalidad un partido de la selección española de fútbol de una competición internacional. Me apresuro a señalar que hablo de naturalidad por ambas partes, lo que implica que nadie debería sentirse ni invadido ni invasor. Es decir, que la llamada Roja disputara el encuentro o los encuentros en parecidas condiciones —iguales del todo no iban a ser nunca— que, pongamos, Inglaterra, Francia, la antigua Checoslovaquia o Kuwait, a las que los que tenemos cierta edad vimos jugar en el viejo San Mamés en el Mundial de 1982.

¿Se dan los requisitos para que ocurra algo así? Diría que, desgraciadamente, no. Sin llegar a los extremos apocalípticos que pintó el viernes el Diputado General de Bizkaia, José Luis Bilbao, temo que nadie nos libraría de un puñado de episodios desagradables. Sin embargo, añado, a riesgo de ser acollejado impíamente, que quizá sea un sarampión que debamos pasar. Puedo estar equivocado, pero sostengo que romper de una vez ese tabú simbólico, cruzar ese Rubicón mental, nos haría más bien que mal.

Traidor o traidor

Ya no basta con las jugadas a balón parado, el tackling o el fuera de juego. Los futbolistas de élite ensayan en los entrenamientos hasta el modo de caer en el área para hacer picar al árbitro o pintureras celebraciones de goles hipotéticos. Tal vez sea mucho pedir que el siguiente paso sea incluir unas sesiones de manejo del Twitter para evitar incendios innecesarios o, simplemente, quedar en evidencia por patear la ortografía con el mismo ímpetu con que mandan el esférico a la grada cuando hay que defender una victoria por la mínima. Sin embargo, se hace urgente empezar a trabajar el regate en corto a los portadores de alcachofas y grabadoras. No se trata de hacer de todos los peloteros unos Valdanos o unos Lillos, porque aparte de que el resultado iría contra la Convención de Ginebra, semejantes verbos floridos no están al alcance de cualquiera. Sería suficiente con que los millonarios prematuros (copyright Bielsa) aprendieran cuatro o cinco rudimentos para no acabar de Trending Topic y saco de las hostias. En el caso de los vascos y catalanes seleccionables por España, esa instrucción es imprescindible.

Seguro que a estas alturas del despelleje a que está siendo sometido por los gañanes mayores del reino borbónico —anónimos y con pedigrí—, Markel Susaeta se arrepiente de no haber ejercitado esas disciplinas tanto como los pases en profundidad. La de veces que en las últimas horas habrá pasado por su moviola personal el infausto momento en que su lengua y su cerebro la pifiaron en lo que, aparentemente, era un lance sin peligro. En su situación, una frase que empieza con “Nosotros representamos…” sólo podía tener un desenlace funesto: traidor a una patria o a otra. En los tres segundos de tensa paradiña tuvo que elegir de dónde le lloverían las collejas. A la desesperada, quiso aferrarse al comodín y dijo “una cosa”. Lo empeoró. La fatua quedó dictada. Rojigualda, en este caso.