Sí a la misa televisada

No voy a misa. Ya ni siquiera por compromiso en los funerales. Aparte de que me aburría soberanamente, casi siempre acababa acordándome de la parentela del oficiante por la ligereza con que animaba a la concurrencia a que viéramos como motivo de fiesta y algarabía la muerte, muchas veces demasiado prematura, de nuestros seres queridos. Y cuando no era eso, era el mitin que nos largaba el gachó desde el púlpito. De variada índole, no crean, que lo mismo me han sermoneando sobre la una, grande y libre, la Euskal Herria liberada de fuerzas de ocupación a tiro limpio, la aberración de muerte digna o el tremendo pecado que sería que el Athletic fichase extranjeros.

En resumen: a mi no me pillan ni en carne mortal en el templo que sea, ni mucho menos como feligrés virtual en la transmisión televisiva de cualquiera de las cadenas públicas —EITB y RTVE, en nuestro entorno— que mantienen la liturgia católica en su programación. Ahora bien, el hecho de que esté entre la clientela potencial de la cosa no me impide ver su procedencia y su utilidad social. O dicho en menos fino, que me parece una memez supina la campaña de cuatro comecuras rancios —son la releche los retroprogres— para exigir que las “televisiones que pagamos todos” (ya será menos) retiren las misas de sus parrillas. No encuentro ningún problema en que en horarios perdidos de la programación se satisfaga esta mínima demanda de personas generalmente de una edad considerable, con dificultades de movilidad y/o residentes en lugares alejados de donde se ofrece el culto. Una vez más, los adalides de la tolerancia son unos intolerantes de manual.

Que la prohíban más

Propongo un monumento por suscripción popular para la Unión Europea de Radio y Televisión. En la peana, copiando mi poema favorito de Gloria Fuertes, mandaremos grabar: Gracias, amor, por tu estúpido comportamiento. Una vez más, el dios de los sentimientos identitarios ha escrito derecho con renglones torcidos. Desde los días de Aznar y aquellos piadores asilvestrados que nos ayudaron a servir miles de raciones de Cocidito no se recordaba una reacción de efecto inverso igual a la que ha provocado el chusco, memo y lisérgico episodio de la prohibición de la ikurriña en Caspavisión, digo en Eurovisión.

Lo más parecido que se puede citar son las broncas sobre las pitadas al himno español en las finales futboleras. La gran salvedad, la gran diferencia, es que esta vez la defensa de la enseña vasca ha unido a prácticamente todo el espectro cromático-ideológico, incluyendo a muchos que hasta la fecha habían mostrado por ella un respeto y un cariño más bien escasos. ¿Qué me dicen de ese tuit de Mariano Rajoy con una tricolor ondeando al viento? ¿O de las palabras de Soraya Sáenz de Santamaría, casi en imitación de Escarlata O’Hara, proclamando que su gobierno en funciones defenderá la ikurriña allá donde haga falta? ¿O de García Margallo moviendo hilos diplomáticos para que los gañanes de la UER rectificaran su brutal cantada y se disculparan? Se imagina uno a Sabino despatarrado de la risa en su tumba, y a Fraga, en la suya, ciscándose en lo más barrido por la complacencia de los suyos con el trapo que tan antipático le resultaba. Visto lo ocurrido, quizá no estaría mal que la prohibieran más veces.