Sin pretenderlo

Una corrección tardía a mi última columna. Terminaba diciéndole a Amaia Egaña: “Tu parte está hecha. Descansa en paz”. Faltó anteponer —y la omisión cambió bastante de lo que quise decir— un par de palabras y una coma. Debió quedar así: “Sin pretenderlo, tu parte está hecha”. Y enseguida me explicaré, aun sabiendo que las líneas que vienen a continuación no van a ser las más populares de mi carrera. Pero si tantas veces me empeño en rescatar del basurero trozos de la realidad que han sido amputados con el afán no estropear un titular de conveniencia, en esta ocasión no puedo obrar de otro modo. Ni siquiera, como es el caso, aunque la historia podada sirva para apoyar mis propias tesis y las causas que defiendo. Sostengo, de hecho, que esas tesis y esas causas son lo suficientemente sólidas —¡y justas!— como para no requerir de trampas en el solitario.

Salto sin más preámbulos al charco. Ese “sin pretenderlo” ausente trataba de significar que no creo que en el ánimo de Amaia estuviera convertirse en mártir de la lucha contra la voracidad de los bancos y la hipocresía cómplice de buena parte de los políticos. En el mismo texto fallido mencionaba, supongo que torpemente, las circunstancias no publicadas ni publicables. Ahí es donde se juntaron las causas (personales e intransferibles) y los azares (el clamor social latente y creciente) para que lo que hace tres años hubiera sido una nota breve con iniciales fuera la gran noticia del momento y, además, el detonante de las primeras protestas en serio contra los desahucios.

Sí, también fue el acicate para que a gobernantes y entidades bancarias les entraran las urgencias. Con razón les hemos reprochado que hayan necesitado un suicidio para moverse. ¿Y nosotros? Me alarma pensar que también lo estuviéramos esperando para reaccionar. Igual que me da qué reflexionar que no haya sido el primero ni el que más se ajustaba al patrón habitual.

Palabras para Amaia

Una silla junto a la ventana, un salto desde el cuarto piso. La breve caída será una eternidad antes de la verdadera eternidad. Te recibirá el asfalto frío, gris e impersonal, que dejará de ser el mismo en el preciso instante en que se tiña con tu sangre. De trozo anónimo de la vía pública ascenderá a hito invisible que señalarán los viandantes entre el morbo y la aprensión. “Ahí, ahí fue”, se dirán los unos a los otros, y se les aparecerá de inmediato la sábana que te cubrió durante ese lapso casi indecente de los trámites legales y funerarios. Cuando no estés, seguirás estando. Como dirá un tipo encasullado para torpe y pobre consuelo de los tuyos, la muerte no es el final. ¡Y tú que tal vez te hiciste la ilusión de que tres segundos después de impulsarte hacia el vacío se habría acabado todo!

Ya ves —es una forma de hablar— que no. Al contrario, son muchas las cosas que empezaron en cuanto tu corazón dejó de latir y corrió la noticia envuelta en sus circunstancias. Es decir, en lo que las urgencias periodísticas y el clamor social convirtieron en el relato apto para el consumo de tus circunstancias. Las auténticas te las llevaste contigo y sólo poseen copia unos pocos que, con todo su derecho, no querrán compartirlas. A sumar, claro, a quienes tienen otros motivos para guardar el secreto. Twitter aparte, ningún lugar como los tanatorios, sobre todo cuando hay cámaras, para llorar en mi mayor sostenido. Desde la caja de pino no se puede preguntar dónde estaban los del llanto adulterado cuando tanto los necesitaste ni si ya han comprobado la insuficiencia de una palmadita en la espalda.

Perdóname la digresión, pero si no lo suelto, reviento. Te decía, Amaia, y quiero quedarme con eso, que tu trágico y desgarrador fin abre, en realidad, incontables principios. Nos toca ahora a los que todavía respiramos impedir que se trunquen antes de tiempo. Tu parte está hecha. Descansa en paz.