Episodios que retratan paisajes y paisanajes. La muerte de un torero, por ejemplo, que hace virar a sepia todas las moderneces —Twitter, Facebook y demás— con las que nos engolfamos y devuelve el calendario, como poco, al novecientos. Qué garrulos sin alma ni masa gris, sí, los del caca, culo, pedo, pis, que se joda el tal Víctor Barrio y, jijí jajá, que vengan muchos más detrás. Inútil gasto de tiempo y energía, tratar de localizar su única neurona para hacerles ver que sus regüeldos malotes no hacen el menor bien a la causa que dicen defender. En la versión más amable, hablan de su tonelada y media de complejos, pero especialmente, de su ego mastodóntico. Puñetera ansia de dar la nota a costa de lo que sea, sin pararse a pensar —ni ganas ni capacidad— en lo miserable que hay que ser para festejar la pérdida de una vida.
Y al otro lado, la viceversa del esperpento, encarnada por unos grotescos personajes que decretan un luto con peste a naftalina por lo que, siendo generosos, no pasa de accidente laboral. Tan obtusos como sus antagonistas, ni caen en la cuenta de su mendruga contradicción: plañen con jipíos de juego floral por la misma muerte que glorifican. ¿No se supone que lo que barniza de épica a lo que llaman fiesta es la sangre y la posibilidad de que cada corrida sea la última? Pues qué poco fuste o qué mucha impostura, montar tan tremenda escandalera cuando ocurre lo que estadísticamente puede ocurrir. Eso, pasando de puntillas por la macabra paradoja que supone que quedarse en el sitio sea el modo de convertir en leyenda a alguien que fuera de los ambientes era un desconocido jornalero del estoque. Descanse en paz.