Muerte de un torero

Episodios que retratan paisajes y paisanajes. La muerte de un torero, por ejemplo, que hace virar a sepia todas las moderneces —Twitter, Facebook y demás— con las que nos engolfamos y devuelve el calendario, como poco, al novecientos. Qué garrulos sin alma ni masa gris, sí, los del caca, culo, pedo, pis, que se joda el tal Víctor Barrio y, jijí jajá, que vengan muchos más detrás. Inútil gasto de tiempo y energía, tratar de localizar su única neurona para hacerles ver que sus regüeldos malotes no hacen el menor bien a la causa que dicen defender. En la versión más amable, hablan de su tonelada y media de complejos, pero especialmente, de su ego mastodóntico. Puñetera ansia de dar la nota a costa de lo que sea, sin pararse a pensar —ni ganas ni capacidad— en lo miserable que hay que ser para festejar la pérdida de una vida.

Y al otro lado, la viceversa del esperpento, encarnada por unos grotescos personajes que decretan un luto con peste a naftalina por lo que, siendo generosos, no pasa de accidente laboral. Tan obtusos como sus antagonistas, ni caen en la cuenta de su mendruga contradicción: plañen con jipíos de juego floral por la misma muerte que glorifican. ¿No se supone que lo que barniza de épica a lo que llaman fiesta es la sangre y la posibilidad de que cada corrida sea la última? Pues qué poco fuste o qué mucha impostura, montar tan tremenda escandalera cuando ocurre lo que estadísticamente puede ocurrir. Eso, pasando de puntillas por la macabra paradoja que supone que quedarse en el sitio sea el modo de convertir en leyenda a alguien que fuera de los ambientes era un desconocido jornalero del estoque. Descanse en paz.

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Como en Grándola, la villa morena que inspiró a José Afonso el himno de la revolución de los claveles, en Karrantza el pueblo es quien más ordena. Por lo menos, en lo tocante a asuntos taurinos. Escuchada su voz soberana y, en consecuencia, inapelable —lo de infalible lo dejamos para otro rato—, las fiestas del Buen Suceso, allá por el final del estío, mantendrán como blasón y santo y seña la tradicional corrida de bichos con cuernos que se llevará 7.200 euros del erario público. Una pasta, sí, para unas arcas que, como casi todas las del entorno, están en el chasis, pero como diría el anuncio de tarjetas de crédito, la democracia no tiene precio. Bien es cierto que se puede dar la vuelta a la frase y concluir exactamente lo contrario, es decir, que el precio de la democracia es arriesgarse a palmar un pico del presupuesto en algo que a bote pronto no parece ni de primera, ni de segunda ni de tercera necesidad. Que ese algo sea lo que servidor considera humildemente un detestable espectáculo cruel me da mucho pensar.

Más todavía, quería decir, porque de hecho, lo que me empuja a escribir estas líneas no es una certeza sino un par de océanos de dudas. Así como otras veces me planto en esta esquina con una o varias opiniones que estoy medianamente convencido de sostener, siquiera en el momento de teclearlas, hoy me toca reconocer que no tengo nada claro que se pueda o se deba consultar sobre todo. Me consta que en la pura teoría no parece haber ningún método mejor para determinar la voluntad popular que preguntar directamente a la ciudadanía. Eso es de perogrullo, ¿verdad? Pero, ¿siempre tiene la razón la mayoría? ¿Es factible darnos sin excepciones lo que demandamos o lo que nos gustaría? ¿Procede someter a votación si preferimos un IVA del 2 por ciento o del 21? ¿Qué ocurriría en un referéndum sobre el mantenimiento de las ayudas sociales a los inmigrantes? Ayúdenme, estoy hecho un lío.