No se me quita la media sonrisa desde que se confirmó el escrutinio de las elecciones portuguesas con la victoria por mayoría absoluta del socialista Antonio Costa. Y no se trata especialmente de una cuestión de simpatía ideológica. Es verdad que aprecio la trayectoria del primer ministro luso por su perfil pragmático, su talante negociador y, por lo más obvio, haber sido capaz de consolidarse partiendo de una situación endiabladamente precaria. Sin embargo, son otras cuestiones las que provocan mi pequeña mueca sarcástica.
De entrada, considero gracioso e ilustrativo comprobar que otra vez los sondeos han quedado como Cagancho en Almagro. No es que haya seguido la campaña al milímetro, pero sí lo suficiente como para saber que prácticamente todas las encuestas, incluidas las hechas a pie de urna, vaticinaban un empate técnico entre los socialistas y los conservadores del PSD. Ese pronóstico estratosféricamente fallido alentó los sesudos análisis que ahora algunos deberían estar comiéndose. Lejos de eso, los tertulistos a este lado del Miño y el Duero nos aleccionan sobre por qué ha pasado lo que ha pasado.
Por lo demás, la otra moraleja para las fuerzas del estado español a la izquierda del PSOE es que quizá haya que pensárselo dos veces antes de tensar la cuerda. Recordemos que Costa tuvo que convocar estas elecciones cuando sus socios zurdos lo dejaron colgado de la brocha. El resultado de esta jugada es que, además de no ser necesarias para la gobernación, esas fuerzas se han dado un gran castañazo. El ejemplo portugués que llegó a la coalición PSOE-Unidas Podemos puede repetirse a la contra.