Les cuento la penúltima de Progrelandia: los bancos de alimentos son un instrumento de la reacción al servicio de la perpetuación de la pobreza. O sea, que esa señora de sesenta y cinco años con el peto azul que brega como una leona entre cestas y bolsas de plástico a la entrada del súper de mi barrio es una agente del capital. Bueno, también hay una versión más condescendiente —¡Viva la superioridad moral!—, según la cual es una analfabeta ideológica cuyas buenas intenciones son torvamente manipuladas desde Wall Street. Si viera menos telenovelas y más programas de Évole, si en lugar de jugar a la brisca en el bar de los jubilados se abriera una cuenta en Twitter, esta buena mujer estaría al corriente de la ortodoxia en materia de solidaridad moderna y chachipiruli, cuya máxima es que hay que predicar mucho pero jamás dar trigo. Que tu fuerza se vaya por la boca; no la emplees echando una mano al prójimo, porque en realidad al que beneficias con tus agujetas moviendo paquetes de arroz es al Gobierno.
Por perversa y mezquina que les pueda parecer, esa es la lógica. Sostienen estos monopolistas de la justicia social que las lentejas o el atún que rascas de tu bolsillo con la mejor voluntad invisibilizan la responsabilidad del Estado, que es quien debería ocuparse de que no haya estómagos vacíos. La pregunta de cajón es: ya, pero, ¿y si la evidencia palmaria es que el Estado ni lo hace ni lo va a hacer? La respuesta, que jamás tendrán los bemoles de verbalizar así, sino con encogimientos de hombros o desvíos de la mirada a sus smartphones de trescientos pavos, es que los que no tengan que comer se jodan y bailen. O que salgan de una vez a tomar el palacio de invierno, que ellos aplaudirán en pijama desde las redes sociales. Y hasta les montarán un crowfounding, que esa forma de apoquinar sí mola, para que un cineasta mega-alternativo inmortalice el levantamiento de la famélica legión.