Prohibido dar trigo

Les cuento la penúltima de Progrelandia: los bancos de alimentos son un instrumento de la reacción al servicio de la perpetuación de la pobreza. O sea, que esa señora de sesenta y cinco años con el peto azul que brega como una leona entre cestas y bolsas de plástico a la entrada del súper de mi barrio es una agente del capital. Bueno, también hay una versión más condescendiente —¡Viva la superioridad moral!—, según la cual es una analfabeta ideológica cuyas buenas intenciones son torvamente manipuladas desde Wall Street. Si viera menos telenovelas y más programas de Évole, si en lugar de jugar a la brisca en el bar de los jubilados se abriera una cuenta en Twitter, esta buena mujer estaría al corriente de la ortodoxia en materia de solidaridad moderna y chachipiruli, cuya máxima es que hay que predicar mucho pero jamás dar trigo. Que tu fuerza se vaya por la boca; no la emplees echando una mano al prójimo, porque en realidad al que beneficias con tus agujetas moviendo paquetes de arroz es al Gobierno.

Por perversa y mezquina que les pueda parecer, esa es la lógica. Sostienen estos monopolistas de la justicia social que las lentejas o el atún que rascas de tu bolsillo con la mejor voluntad invisibilizan la responsabilidad del Estado, que es quien debería ocuparse de que no haya estómagos vacíos. La pregunta de cajón es: ya, pero, ¿y si la evidencia palmaria es que el Estado ni lo hace ni lo va a hacer? La respuesta, que jamás tendrán los bemoles de verbalizar así, sino con encogimientos de hombros o desvíos de la mirada a sus smartphones de trescientos pavos, es que los que no tengan que comer se jodan y bailen. O que salgan de una vez a tomar el palacio de invierno, que ellos aplaudirán en pijama desde las redes sociales. Y hasta les montarán un crowfounding, que esa forma de apoquinar sí mola, para que un cineasta mega-alternativo inmortalice el levantamiento de la famélica legión.

Gente que sí

Somos siete mil millones sobre esta pelota mediana que llaman planeta Tierra, pero en el decalaje final, todos resultamos reducibles a una de las dos categorías que estableció Rogelio Botanz en una canción que es mucho más que cuatro minutos de letra y música. Los filósofos que caen Selectividad gastaron miles de cuartillas para tratar de explicar lo que el legazpiarra que se nos bajó a las islas mágicas resume en un par de versos: “Hay gente que sí y gente que no; gente que tú ves que sí y gente, mi hermano, que no”. La división es tan simple, tan primaria, tan intuitiva, tan básica, que no requiere de mayores apostillas para comprenderla y certificarla. Basta mirar alrededor —mejor sin prejuicios— para determinar con escaso margen de error quiénes son de los que sí y quiénes de los que no.

Realizado el ejercicio, no es ninguna sorpresa comprobar que los segundos ganan por abrumadora goleada a los primeros. Son más y, por si fuera poco, tienen la entrenadísima habilidad de hacerse notar muy por encima del resto. Por eso son los del no los que prácticamente monopolizan los titulares, los trending topics y las conversaciones de barra de bar o junto a la máquina de café. Sin ir más lejos, nueve décimas partes de las más de quinientas columnas que llevo escritas en estas páginas han estado dedicadas por activa o por pasiva a la gente que no.

Seguirá siendo así, sospecho, pero me gustaría que por lo menos la de hoy levantara acta de la existencia del otro tipo de personas, las que que, a pesar de todo, se mantienen el sí. Me gustaría poner un nombre, pero ni siquiera sé cómo se llama la mujer que inspiró estas líneas. Estaba delante de mi en la cola de súper. Compró un paquete de arroz, otro de lentejas y tres latas de atún. No parecía que le llegase para mucho más. Al salir, entregó todo discretamente a los voluntarios del Banco de alimentos de la entrada. Sin duda, es de las que sí.