Tres féretros exhumados en apenas unos días con el mismo doloroso resultado: estaban vacíos. Vendrá algún legalista irredento y sin alma a decir que eso no prueba fehacientemente nada, pero para quien tiene entrañas y sentido común, es bastante más que un indicio espeluznante de anormalidad. Ya no valen las palmadas en la espalda, el puede usted creer que lo siento, el qué cosa más rara o el quién sabe lo que pasó. Es hora de acometer una investigación seria, transparente, sin titubeos ni concesiones, sobre el robo y tráfico de bebés, que no ocurrió en el pleistoceno, sino hasta ayer mismo, como se está poniendo de manifiesto en las centenares de denuncias que hay.
Como es obvio, son las instituciones las que deberían encabezar lo que por su gravedad merece tener consideración de Capítulo General. Estamos hablando de un número indeterminado de grandísimos cabrones, muy probablemente organizados, que durante decenios contaban la mentira más cruel que se le puede decir a una madre y a un padre para quedarse con su hijo recién nacido y venderlo como si fuera una bicicleta de segunda mano. Desgraciadamente, en este país estamos acostumbrados a canalladas de todo tipo, pero esta es de las que se llevan la palma en crueldad e infamia. Cruzarse de brazos, mirar al empedrado y tomarlo como un imponderable del destino contra el que sólo cabe joderse y aguantar es un actitud ruin, cobarde y, además, una mentira insostenible.
Resulta que se puede reconstruir con todo lujo de detalles un acontecimiento que ocurrió en la Edad Media y no hay modo de desentrañar algo que acaba de suceder a la vista de miles de testigos que aún siguen con vida en instituciones que también permanecen en funcionamiento. Por supuesto, nos lo dicen sin siquiera intentarlo y despachando a los familiares como si fueran unos molestos neuróticos que sufren por afición. ¿Qué y a quiénes se quiere tapar? ¿Por qué?