A alguien se le ha parado el calendario. En el medievo poco más o menos. Según contaba ayer un diario no lejano a las zahúrdas genovesas y monclovitas, la boda de Javier Maroto está siendo piedra de cisma en el PP y, por extensión, en el Gobierno español. O quizá viceversa. Parece que la facción más rancia del partido —ya, ya sé que me van a decir que a ver quién la distingue del resto— se hace literalmente cruces ante la posibilidad de que Mariano Rajoy, invitado de mil amores por el recién descabalgado alcalde de Gasteiz, haga acto de presencia en los esponsales. Por si no están al corriente, extremo que dudo, el problema reside en que el intercambio de anillos será con otro hombre.
En esas andamos a estas alturas. Para Fernández Díaz, el ministro de la triste figura y la porra siempre en ristre, resultaría un contradiós, amén de un monumental escándalo, que el capitán de los gaviotos se dejara ver en la sacrílega ceremonia. Digamos a su favor que es el único nombre que sale. Los demás carpetovetónicos actúan en la sombra. Bien es cierto que no todo es cuestión de alcanfor y talibanismo ideológico. También tiene algo que ver la calculadora. A tres cuartos de hora de las elecciones generales, se echan cuentas de los votos trabucaires que se pueden perder por la exhibición del líder en el enlace de dos señores con barba.
Daría mucho por saber qué les está pasando por la cabeza, no solo al propio Maroto, sino a las seguramente numerosas personas homosexuales del Partido Popular. Se me hace un misterio insondable que se pueda guardar fidelidad a unas siglas que no respetan a uno en lo más básico.