La boda de Maroto

A alguien se le ha parado el calendario. En el medievo poco más o menos. Según contaba ayer un diario no lejano a las zahúrdas genovesas y monclovitas, la boda de Javier Maroto está siendo piedra de cisma en el PP y, por extensión, en el Gobierno español. O quizá viceversa. Parece que la facción más rancia del partido —ya, ya sé que me van a decir que a ver quién la distingue del resto— se hace literalmente cruces ante la posibilidad de que Mariano Rajoy, invitado de mil amores por el recién descabalgado alcalde de Gasteiz, haga acto de presencia en los esponsales. Por si no están al corriente, extremo que dudo, el problema reside en que el intercambio de anillos será con otro hombre.

En esas andamos a estas alturas. Para Fernández Díaz, el ministro de la triste figura y la porra siempre en ristre, resultaría un contradiós, amén de un monumental escándalo, que el capitán de los gaviotos se dejara ver en la sacrílega ceremonia. Digamos a su favor que es el único nombre que sale. Los demás carpetovetónicos actúan en la sombra. Bien es cierto que no todo es cuestión de alcanfor y talibanismo ideológico. También tiene algo que ver la calculadora. A tres cuartos de hora de las elecciones generales, se echan cuentas de los votos trabucaires que se pueden perder por la exhibición del líder en el enlace de dos señores con barba.

Daría mucho por saber qué les está pasando por la cabeza, no solo al propio Maroto, sino a las seguramente numerosas personas homosexuales del Partido Popular. Se me hace un misterio insondable que se pueda guardar fidelidad a unas siglas que no respetan a uno en lo más básico.

La perpetuación de Fernández

Era un domingo sin titulares de fuste y vino a alegrarlo el muy opusiano ministro español de Interior. Sí, a alegrarlo. Yo ni siquiera me tomé el trabajo de indignarme por su salida de pata de banco sobre las consecuencias letales del matrimonio entre personas del mismo sexo. Aviados iríamos si derrocháramos bilis por gachupinadas que deberíamos tener amortizadas mucho antes de ser aventadas. A estas alturas no puede sorprendemos que un meapilas convicto y (ejem) confeso como Fernández Díaz se descuelgue con una memez del calibre habitual. Y menos, insisto, cabrearnos, a no ser que nos vaya la pose tanto como a él. ¿Que sus palabras son muy graves? Solo si queremos concederles gravedad. Tal vez lo pudieran haber sido en otro tiempo o en otro lugar. Aquí y ahora carecen de trascendencia. Quedan cuatro que piensan como él y saben que han perdido esa batalla. Las declaraciones pintureras son su último recurso, casi el del pataleo. Quién lo hubiera dicho hace apenas diez o quince años.

Si rascamos un poco en la frase que fue entrecomillada, veremos que no son necesariamente los homosexuales quienes más motivos tienen para sentirse ofendidos o dolidos por la soplagaitez de Fernández. Al acusar a las parejas del mismo sexo de poner en peligro la perpetuación de la especie —hay que ser rancio para emplear una expresión así—, también estaba señalando por extensión a cualquier pareja heterosexual que, por la causa que sea, no tiene descendencia. Hay miles de los llamados por el ministro matrimonios naturales que, por muy observantes de la fe católica que sean sus contrayentes, no están en disposición de tener hijos. Según la atrabiliaria teoría del señor de las porras, merecerían ser objeto de censura general por su incapacidad para traer prole al mundo. Por fortuna, hemos avanzado lo suficiente como para que este enunciado nos resulte insensato más allá del tipo de parejas a que se refiera.

La paz según Benedicto

Mi viejo profesor de latín, hombre de rancias y estrafalarias convicciones, solía decirnos: “Si quieren evitar la guerra, no coman chicle”. De acuerdo con su peculiar teoría, los fabricantes de la goma masticable eran el sostén de la industria armamentística estadounidense. Así que cada vez que nos metíamos una pieza en la boca, además de ganarnos una caries a plazo fijo y convertir, según él, el aula en un tugurio de billares, estábamos financiando las incontables aventuras bélicas de Ronald Reagan, que era el sheriff del orbe en aquellos días. Como gachupinada y salida de pata de banco, parecía insuperable.

Solo lo parecía. Treinta años después, Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, ha relegado aquella majadería al segundo puesto de mi ranking personal de memeces escuchadas sobre el porqué de la manía de los humanos de matarse los unos a los otros. Acaba de proclamar el Papa de Roma y antiguo camisa parda que entre las grandes amenazas para la paz mundial destacan el aborto, la eutanasia y el matrimonio entre personas del mismo sexo. ¿Una frase sacada de contexto? ¿Una interesada y malintencionada interpretación de unas palabras que pretendían expresar otra cosa? Ojalá, pero ni siquiera sus portavoces y exégetas habituales se han tomado la molestia de terciar con el socorrido repertorio de matices, glosas e incisos. El mensaje es tal cual lo recogen los titulares, muchos de ellos, con indisimulado alborozo y apuntando a dar.

Como poco, es curioso que la Iglesia católica oficial se queje de ser retratada con trazo grueso y a mala leche, cuando su más alto representante, que es un tipo de muchas lecturas y escrituras, suelta bocachancladas de tal calibre. Hasta donde uno sabe de etimología, la palabra pontífice, con la que se designa al que se sienta donde lo hizo San Pedro, viene a significar “constructor de puentes”. Cualquiera diría que a Benedicto XVI se le da mejor volarlos.