San Romero, ahora sí

Escapo por un rato de la (apasionante) bulla electoral para celebrar con ustedes un acto de justicia. Después de más de tres decenios de rastrero ninguneo o directamente de bloqueo, el Vaticano culminó ayer la beatificación de Monseñor Óscar Romero. Clamaba a mil cielos que desde el mismo instante de su asesinato en pleno altar a manos de un sicario del gobierno de El Salvador, los cuervos de la curia oficial se hubieran empeñado en arrojar un manto de vergonzoso olvido, cuando no de estiércol, sobre alguien que entregó literalmente la piel por los que no tenían ni pan ni libertad. Qué fariseo el papa Wojtyła, lloriqueando que la muerte del arzobispo le traspasaba de dolor, cuando llevaba meses negándole el pan y la sal y abriendo un siniestro anatema contra todos los religiosos que en América latina habían dejado de dar cobertura moral a los opresores y se habían pasado a la causa del pueblo maltratado.

Tuvo años el pontífice polaco para mostrar el cristiano propósito de enmienda, pero no lo hizo. Y tampoco su sucesor alemán, que mantuvo en el congelador la propuesta de beatificación porque no convenía dar lustre a los que no tragaban con el Evangelio revestido de oro y brillantes ni como coartada para la explotación. Debió venir a poner las cosas en su sitio el papa Francisco, que en su propia trayectoria de antiguo colaborador de la oligarquía que abrió los ojos ya con canas en la sien, guarda no pocos parecidos con el salvadoreño. En parte gracias a él, por fin es oficial el título de San Romero de América que le otorgó en su encendido poema el obispo Casaldáliga y que la calle hizo suyo.

Excesivo… o no

Para la antología de las paradojas: mi descreimiento cada vez más acusado e irreversible me ha situado en la bandería de los creyentes. Quiero decir que, atendiendo a mi propia naturaleza y a mis obras acreditadas, esta columna debería haber derrotado por el territorio del despotrique sobre los excesos en el tratamiento mediático del relevo en la cúpula de la iglesia católica. Seguramente, no faltan argumentos para poner de vuelta y media el descomunal despliegue de recursos técnicos, humanos y hasta semidivinales con que nos han abrumado —y seguirán haciéndolo— desde que Ratzinger decidió mandar al armario los zapatos rojos. En términos de información pura, una cuarta parte de la mitad habría resultado más que suficiente para darnos por enterados de una noticia que, analizada en frío, tampoco va a cambiar gran cosa nuestras vidas. ¿No se podía o se debía haber prescindido de lo demás?

Eso es lo que sostienen, con crujir de dientes y gesto de vinagre, los que se sienten atropellados por la importancia que se sigue concediendo a una institución que, además de caduca, trasnochada, antidemocrática y media docena de descalificativos por el estilo, tildan como organización privada. Quizá no se den cuenta de que sus propias críticas aceradas forman parte conjunta e inseparable de lo que pretenden combatir. Casi literalmente, todo es bueno para el convento. Lo pro y lo anti se mezclan y se confunden regatera abajo. Y si hay un riesgo, ay qué caray, es que acaben antojándose más cansinas las diatribas previsibles y reiterativas de los comecuras que las aleluyas desproporcionadas del flanco opuesto.

Por lo demás, hoy la comunicación es un ejercicio continuo de desmesura. Cuarenta muertos en Siria son línea y cuarto, pero un orzuelo de Messi da para portada y cuadernillo en páginas interiores. Con ese sistema de pesas y medidas, se diría que la matraca vaticana tampoco ha sido para tanto. ¿O sí?

La paz según Benedicto

Mi viejo profesor de latín, hombre de rancias y estrafalarias convicciones, solía decirnos: “Si quieren evitar la guerra, no coman chicle”. De acuerdo con su peculiar teoría, los fabricantes de la goma masticable eran el sostén de la industria armamentística estadounidense. Así que cada vez que nos metíamos una pieza en la boca, además de ganarnos una caries a plazo fijo y convertir, según él, el aula en un tugurio de billares, estábamos financiando las incontables aventuras bélicas de Ronald Reagan, que era el sheriff del orbe en aquellos días. Como gachupinada y salida de pata de banco, parecía insuperable.

Solo lo parecía. Treinta años después, Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, ha relegado aquella majadería al segundo puesto de mi ranking personal de memeces escuchadas sobre el porqué de la manía de los humanos de matarse los unos a los otros. Acaba de proclamar el Papa de Roma y antiguo camisa parda que entre las grandes amenazas para la paz mundial destacan el aborto, la eutanasia y el matrimonio entre personas del mismo sexo. ¿Una frase sacada de contexto? ¿Una interesada y malintencionada interpretación de unas palabras que pretendían expresar otra cosa? Ojalá, pero ni siquiera sus portavoces y exégetas habituales se han tomado la molestia de terciar con el socorrido repertorio de matices, glosas e incisos. El mensaje es tal cual lo recogen los titulares, muchos de ellos, con indisimulado alborozo y apuntando a dar.

Como poco, es curioso que la Iglesia católica oficial se queje de ser retratada con trazo grueso y a mala leche, cuando su más alto representante, que es un tipo de muchas lecturas y escrituras, suelta bocachancladas de tal calibre. Hasta donde uno sabe de etimología, la palabra pontífice, con la que se designa al que se sienta donde lo hizo San Pedro, viene a significar “constructor de puentes”. Cualquiera diría que a Benedicto XVI se le da mejor volarlos.

Benedicto XVI frente a Jon Sobrino

Me interesa poco, tirando a nada, lo que opine Benedicto XVI sobre el uso del condón. Si antes le parecía que esos gramos de látex que en buena lógica él sólo debería conocer de oídas eran el pasaporte seguro al infierno y ahora piensa que hay casos en los que su uso puede despacharse con dos avemarías y propósito de enmienda, su santidad sabrá. Y, más allá de la sensación de vergüenza ajena que provoca ver a un supuesto adelantado de la intelectualidad soltando vacuidades como que “en España existe una multiplicidad de culturas encontradas, por ejemplo, entre vascos y catalanes”, tampoco me quitan el sueño sus teoremas político-sociales de andar por casa. En cualquier barra de bar se dicen cosas más profundas.

Paternalismo y redentorismo

¿De verdad sus palabras pueden cambiar las actitudes y los comportamientos de millones de personas? Tengo mis serias dudas. Habrá, no digo que no, unas cuantas decenas de miles de católicos que sigan sus dictados a pies juntillas. En el pecado -digámoslo así, ya que estamos en el ajo teológico- llevarán la penitencia, por no ser capaces de pensar y actuar por sí mismos. Además, la inmensa mayoría de esos sectarios de la cruz están en el llamado primer mundo. Poco problema hay en que se plastifique o no los bajos un acólito del Opus que de verdad cumpla con el resto de preceptos. Reducir a los cristianos de África a un rebaño de ignorantes que hacen lo que les dicen que Dios manda es de un paternalismo y un redentorismo que gana por tres traineras al del Vaticano. El drama del SIDA en aquel continente tiene más que ver, me temo, con los gobiernos locales y esa comunidad internacional que se lava la conciencia con Gior. Un poco de pasta basta. La curia oficial, como casi siempre, enfanga más el terreno con sus proclamas medievales, pero es demasido simplista culparla de todo lo que ocurre.

Cosa curiosa, esta última idea se la he copiado casi literalmente a un hombre de Iglesia nada bien visto por la jerarquía vaticanera: Jon Sobrino. Le decía anteayer el portugalujo a Concha Lago en este mismo periódico que él también se enfada por las arbitrariedades del poder eclesial, pero que siempre le da la vuelta a las noticias. Por ejemplo, frente a los castigos a Joxe Arregi o José Antonio Pagola, él valoraba antes que nada el hecho de que hubiera religiosos como ellos, dispuestos a introducir el humanismo en la sociedad. Me vale más ese pensamiento que todas las píldoras de doctrina que pueda traer “Luz del mundo”, el superpromocionado libro del jefe de la ortodoxia.