Caso Ellacuría: faltan culpables

Nos han puesto fácil el juego de palabras. Al final, Inocente era culpable. Muy pero que muy culpable. Como me consta que hablo de una de esas noticias que, pese a su importancia, pasan desapercibidas para el común de los mortales, me apresuro a aclarar que hablo de una escoria humana llamada Inocente Orlando Montano. La Audiencia Nacional acaba de condenar a este tipejo, excoronel del ejército salvadoreño, por el vil asesinato del jesuita portugalujo Ignacio Ellacuría, junto a otros cuatro religiosos, una cocinera y su hija en la Universidad Católica del país centroamericano en noviembre de 1989. Le han caído 133 años de cárcel como instigador de ese brutal crimen que marcó a los de mi generación y que representa la reproducción a escala de una época terrorífica en toda América Latina.

Se supone que la condena, más de cuatro decenios después, debe aliviarnos o, incluso, alegrarnos. He leído varios testimonios de muy buena gente en este sentido. Sin embargo, reconociendo que es un paso, me temo que no alcanza para reparar ni para aclarar ni en una millonésima parte aquella atrocidad. El tal Montano apenas era un apéndice de un siniestro aparato justiciero montado por los gobiernos salvadoreños y diferentes administraciones estadounidenses… ante el silencio cómplice de, entre otros, Juan Pablo II.

San Romero, ahora sí

Escapo por un rato de la (apasionante) bulla electoral para celebrar con ustedes un acto de justicia. Después de más de tres decenios de rastrero ninguneo o directamente de bloqueo, el Vaticano culminó ayer la beatificación de Monseñor Óscar Romero. Clamaba a mil cielos que desde el mismo instante de su asesinato en pleno altar a manos de un sicario del gobierno de El Salvador, los cuervos de la curia oficial se hubieran empeñado en arrojar un manto de vergonzoso olvido, cuando no de estiércol, sobre alguien que entregó literalmente la piel por los que no tenían ni pan ni libertad. Qué fariseo el papa Wojtyła, lloriqueando que la muerte del arzobispo le traspasaba de dolor, cuando llevaba meses negándole el pan y la sal y abriendo un siniestro anatema contra todos los religiosos que en América latina habían dejado de dar cobertura moral a los opresores y se habían pasado a la causa del pueblo maltratado.

Tuvo años el pontífice polaco para mostrar el cristiano propósito de enmienda, pero no lo hizo. Y tampoco su sucesor alemán, que mantuvo en el congelador la propuesta de beatificación porque no convenía dar lustre a los que no tragaban con el Evangelio revestido de oro y brillantes ni como coartada para la explotación. Debió venir a poner las cosas en su sitio el papa Francisco, que en su propia trayectoria de antiguo colaborador de la oligarquía que abrió los ojos ya con canas en la sien, guarda no pocos parecidos con el salvadoreño. En parte gracias a él, por fin es oficial el título de San Romero de América que le otorgó en su encendido poema el obispo Casaldáliga y que la calle hizo suyo.