Amiga de la pobreza

Vaya por delante, y creo haberlo demostrado sobradamente, que estoy muy lejos de ser uno de tantos comecuras acelerados que pastan por la retromodernidad sin caer en la cuenta de que su airada cristofobia es borreguismo con sifón. Me suele ocurrir, de hecho, que mi resistencia a incorporarme a los linchadores de cualquier menudencia sospechosa de tener relación con la Iglesia católica me caricaturiza como un meapilas al servicio de la carcunda episcopal. Sin embargo, hay actitudes de la gran transnacional de la fe con las que no solo no puedo contemporizar, sino que directamente me llevan la bilis al punto de ebullición. La más reciente, el descomunal show que se ha montado alrededor de la canonización de esa lunática con velo que se hacía llamar Madre Teresa de Calcuta.

Cierto: cada club pone sus normas y los no socios poco tienen que decir. La salvedad es que, con o sin carné de la cosa, ha resultado imposible huir de la torrencial lluvia de melaza y cieno a mayor gloria —literalmente— del extravagante icono pop ahora elevado a los altares. ¿Amiga de los pobres? De la pobreza más bien, como denotan sus incontables aleluyas al padecimiento de los infelices. “Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo. El mundo gana con su sufrimiento”, llegó a decir con un sadismo ególatra del tamaño de las macroleproserías en las que, como han apuntado decenas de testigos presenciales, en lugar de la sanación, se procuraba la muerte más o menos dulce y fotogénica de las víctimas propiciatorias. Si esa es la santidad, quizá resulte más estimulante el infierno.

Excesivo… o no

Para la antología de las paradojas: mi descreimiento cada vez más acusado e irreversible me ha situado en la bandería de los creyentes. Quiero decir que, atendiendo a mi propia naturaleza y a mis obras acreditadas, esta columna debería haber derrotado por el territorio del despotrique sobre los excesos en el tratamiento mediático del relevo en la cúpula de la iglesia católica. Seguramente, no faltan argumentos para poner de vuelta y media el descomunal despliegue de recursos técnicos, humanos y hasta semidivinales con que nos han abrumado —y seguirán haciéndolo— desde que Ratzinger decidió mandar al armario los zapatos rojos. En términos de información pura, una cuarta parte de la mitad habría resultado más que suficiente para darnos por enterados de una noticia que, analizada en frío, tampoco va a cambiar gran cosa nuestras vidas. ¿No se podía o se debía haber prescindido de lo demás?

Eso es lo que sostienen, con crujir de dientes y gesto de vinagre, los que se sienten atropellados por la importancia que se sigue concediendo a una institución que, además de caduca, trasnochada, antidemocrática y media docena de descalificativos por el estilo, tildan como organización privada. Quizá no se den cuenta de que sus propias críticas aceradas forman parte conjunta e inseparable de lo que pretenden combatir. Casi literalmente, todo es bueno para el convento. Lo pro y lo anti se mezclan y se confunden regatera abajo. Y si hay un riesgo, ay qué caray, es que acaben antojándose más cansinas las diatribas previsibles y reiterativas de los comecuras que las aleluyas desproporcionadas del flanco opuesto.

Por lo demás, hoy la comunicación es un ejercicio continuo de desmesura. Cuarenta muertos en Siria son línea y cuarto, pero un orzuelo de Messi da para portada y cuadernillo en páginas interiores. Con ese sistema de pesas y medidas, se diría que la matraca vaticana tampoco ha sido para tanto. ¿O sí?

La paz según Benedicto

Mi viejo profesor de latín, hombre de rancias y estrafalarias convicciones, solía decirnos: “Si quieren evitar la guerra, no coman chicle”. De acuerdo con su peculiar teoría, los fabricantes de la goma masticable eran el sostén de la industria armamentística estadounidense. Así que cada vez que nos metíamos una pieza en la boca, además de ganarnos una caries a plazo fijo y convertir, según él, el aula en un tugurio de billares, estábamos financiando las incontables aventuras bélicas de Ronald Reagan, que era el sheriff del orbe en aquellos días. Como gachupinada y salida de pata de banco, parecía insuperable.

Solo lo parecía. Treinta años después, Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, ha relegado aquella majadería al segundo puesto de mi ranking personal de memeces escuchadas sobre el porqué de la manía de los humanos de matarse los unos a los otros. Acaba de proclamar el Papa de Roma y antiguo camisa parda que entre las grandes amenazas para la paz mundial destacan el aborto, la eutanasia y el matrimonio entre personas del mismo sexo. ¿Una frase sacada de contexto? ¿Una interesada y malintencionada interpretación de unas palabras que pretendían expresar otra cosa? Ojalá, pero ni siquiera sus portavoces y exégetas habituales se han tomado la molestia de terciar con el socorrido repertorio de matices, glosas e incisos. El mensaje es tal cual lo recogen los titulares, muchos de ellos, con indisimulado alborozo y apuntando a dar.

Como poco, es curioso que la Iglesia católica oficial se queje de ser retratada con trazo grueso y a mala leche, cuando su más alto representante, que es un tipo de muchas lecturas y escrituras, suelta bocachancladas de tal calibre. Hasta donde uno sabe de etimología, la palabra pontífice, con la que se designa al que se sienta donde lo hizo San Pedro, viene a significar “constructor de puentes”. Cualquiera diría que a Benedicto XVI se le da mejor volarlos.