Agur, Monseñor Munilla

A primera hora de ayer fue solo el rumor que, según el clásico, es la antesala de la noticia. “Munilla podría ser nombrado obispo de Orihuela-Alicante”, decían los titulares, y lo que se me vino a la cabeza antes que cualquier otra consideración fue que hacía un huevo de tiempo que no sabía nada sobre él. Juraría, de hecho, que la vez anterior en que su nombre apareció en los medios también se trató de una especulación, solo que en esa ocasión no se cumplió. A Zamora lo mandaban por entonces.

Ahora, sin embargo, el chau-chau se ha confirmado. Después de doce años, el peculiar monseñor pone rumbo al sudeste peninsular, allá donde se bailan Paquito chocolatero y los Pajaritos de Maria Jesús y su acordeón. Se podrá vestir de lo que quieran, que no deja de ser una degradación del quince, cuando no una humillación indisimulada por parte de la jerarquía actual de la Iglesia. Qué lejos quedan aquellos tiempos en que los gerifaltes episcopales de entonces lo eligieron para poner orden en una de las diócesis tenida por más levantisca. No tuvo lo que se dice un recibimiento amable, con más de tres cuartos de los curas de base mostrando su recelo por escrito.

Quizá me haya perdido algún episodio, pero diría que al final la sangre no llegó al río. Munilla no pudo doblegar lo indoblegable y tuvo que acogerse a la cristiana resignación. De tanto en tanto dio de qué hablar por algunas de sus homilías o pastorales de pata de banco. O por su tibia actuación cuando estalló el caso de abusos sexuales a menores de un destacado prelado. Total, que en la despedida con la casulla entre las piernas cabe desearle tanta gloria como paz deja.

Virgen con medalla

Somos laicos, pero solo a ratos. Mayormente, a la hora de los discursos y las proclamas. Pero en cuanto bajamos la guardia, a san Fermín venimos por ser nuestro patrón. O, como ha pasado en Cádiz, a la Virgen del Rosario, que acaba de ser condecorada con la Medalla de Oro —así, con mayúsculas—de la ciudad gobernada por Podemos. ¿Pe, pe, pero…? Sí, la concesión del honor a la protectora de la Tacita de Plata ha salido adelante gracias al respaldo de los munícipes de la cosa morada, empezando por su singular alcalde, el que atiende antes al alias Kichi que a su nombre de, ejem, pila bautismal, José María González.

¿Y qué hacemos, nos escandalizamos? Por lo que a este juntaletras respecta, ni media. Prefiero ejercitar los músculos faciales sonriendo hacia dentro, no tanto por la noticia en sí, que ya les digo que me la trae al pairo, como por las reacciones que está provocando. De miccionar y no echar gota, las justificaciones de los más aguerridos legionarios pableristas, que han salido en tromba a hostiar a los que, por motivos que no parecen difíciles de entender, han recordado al exministro que imponía distinciones a otras versiones de la madre de Cristo.

¡No es los mismo lo de Kichi que lo de Fernández Díaz!, braman los tuiteros de Corps, incurriendo en una excusatio non petita del tamaño de la Bahía de Cádiz. Luego están las buenas gentes del “Yo, personalmente, no lo habría hecho, pero…”, sudando tinta china en la defensa de lo que saben indefendible. Claro que aun resultan más divertidos los requeteortodoxos que sulfuran por lo que barruntan claudicación de su camarada alcalde. Más palomitas.

Santa Teresa de Calcuta

Como el ser imperfecto que soy, me resulta imposible vencer la tentación de recurrir al clásico, casi topicazo sobado, del Quijote. Con la Iglesia topamos, amigas y amigos lectores. Unas palabras — quizá un tanto desabridas, puedo admitirlo— sobre la ya oficialmente santa Teresa de Calcuta han hecho caer sobre mi la ira de los justos. También de media docena de injustos que me han dado hasta en el cielo de la boca y han llegado a bromear, jijí jajá, con mandarme un pistolero. Ahí les den a estos últimos. Me interesan los primeros, entre los que se cuentan personas a las que aprecio, admiro y, por encima de todo, respeto. Lamento sinceramente haberlos irritado con mi prosa de alto octanaje, y si hace falta, retiro los epítetos que les encorajinaron —lo de “lunática con velo”, singularmente—, pero me reafirmo en el mensaje de fondo.

Insisto en que entre mis muchos defectos no está el anticlericalismo trasnochado. No me cuesta nada reconocer que la solidaridad y la justicia más genuinas las practican desde hace mucho y sin presumir religiosas y religiosos. No puedo incluir ahí a quien, como la madre Teresa, una y otra vez hablaba de la pobreza, no como algo que hay que combatir y erradicar, sino como una especie de don de Dios. Sus citas sobre la belleza y la alegría de la miseria son incontables. Y respecto al funcionamiento de sus centros, abundan los testimonios críticos de gentes fuera de toda sospecha. Algunos los he recogido de primera mano a lo largo de años y otros, perfectamente documentados, están al alcance de quien los busque en internet. Tal cual lo pienso lo escribí y lo escribo.

Amiga de la pobreza

Vaya por delante, y creo haberlo demostrado sobradamente, que estoy muy lejos de ser uno de tantos comecuras acelerados que pastan por la retromodernidad sin caer en la cuenta de que su airada cristofobia es borreguismo con sifón. Me suele ocurrir, de hecho, que mi resistencia a incorporarme a los linchadores de cualquier menudencia sospechosa de tener relación con la Iglesia católica me caricaturiza como un meapilas al servicio de la carcunda episcopal. Sin embargo, hay actitudes de la gran transnacional de la fe con las que no solo no puedo contemporizar, sino que directamente me llevan la bilis al punto de ebullición. La más reciente, el descomunal show que se ha montado alrededor de la canonización de esa lunática con velo que se hacía llamar Madre Teresa de Calcuta.

Cierto: cada club pone sus normas y los no socios poco tienen que decir. La salvedad es que, con o sin carné de la cosa, ha resultado imposible huir de la torrencial lluvia de melaza y cieno a mayor gloria —literalmente— del extravagante icono pop ahora elevado a los altares. ¿Amiga de los pobres? De la pobreza más bien, como denotan sus incontables aleluyas al padecimiento de los infelices. “Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo. El mundo gana con su sufrimiento”, llegó a decir con un sadismo ególatra del tamaño de las macroleproserías en las que, como han apuntado decenas de testigos presenciales, en lugar de la sanación, se procuraba la muerte más o menos dulce y fotogénica de las víctimas propiciatorias. Si esa es la santidad, quizá resulte más estimulante el infierno.

Auto de fe a Azcona

Durante el episodio, casi psicodrama, de la ya celebérrima exposición de las hostias en Iruña, le dediqué media docena de cargas de profundidad a su autor, Abel Azcona. Lo mismo que él su polémica obra, lo hice en ejercicio de mi libertad expresión. Eso creía yo. Compruebo ahora que, en realidad, no estábamos en igualdad de condiciones, puesto que al artista se le niega ese derecho.

En una nueva demostración de la inquisición rampante —y cada vez con más brío y creciente descaro— en estos pagos, Azcona ha tenido que dar cuenta de su trabajo como investigado (eufemismo actual de imputado) ante el juez de instrucción número 2 de la capital navarra. Todo, como ya sabrán, porque una casposa asociación de (sedicentes) abogados cristianos le ha puesto una querella a la que, hay que joderse, la (también sedicente) Justicia, está dando curso en lugar de haber mandado a esparragar a los denunciantes.

Se le acusa de profanación y ofensa a los sentimientos religiosos. Todo un auto de fe en pleno tercer milenio y en un estado, este del que nos toca ser súbditos sin derecho a réplica, que se cacarea anticonfesional. Y desde la bancada del público que asiste regocijado al anatema al hereje, los jerarcas de la Conferencia Episcopal española pidiendo la hoguera, siquiera metafórica. Proclama Gil Tamayo, el portavoz de los purpurados, que “meterse con los sentimientos religiosos no puede salir gratis”. Manda huevos con los que se supone que predican el perdón. Muy atinadamente, el reo de la causa ha dicho que el interrogatorio ante el juez forma parte de la pieza artística por la que se le juzga. Mi respeto y mi apoyo.

Hostias

Escandalizadores y escandalizables, qué gran pareja hacen. Cómo se dan vidilla los unos a los otros y viceversa, mientras el resto atendemos al espectáculo, con media mueca de risa y otra media, quizá, de cansancio.

Les hablo del episodio cien por ciento provinciano de la exposición del artista (especialmente del márketing, según se ha visto) Abel Azcona en unas dependencias municipales de Iruña. Ya saben, la que popularmente se conoce como “de las hostias”, incluso ahora que ya tales elementos han desaparecido, no está muy claro si por intercesión del espíritu santo, del alcalde Asiron, que se está demostrando un primer edil milagrero, o simplemente porque el autor ha considerado que había conseguido lo que pretendía, que ustedes y yo sabemos lo que era. Otra cosa es que no nos atrevamos a decirlo para no tener que aguantar a la panda de irreductibles que, con la boina calada hasta más abajo del entrecejo, vendrán a babearte encima que eres un cuñao —cómo no—, aparte de un monaguillo de Rouco y Cañizares.

Provocación, transgresión, cuántas membrilladas en vuestro nombre. En mi innegable condición de zote, y me da que no voy a ser el único, me declaro incapaz de comprender que componer la palabra pederastia con 262 obleas de comulgar pueda considerarse una expresión artística de la releche. De hecho, si tengo que elegir una performance literalmente del copón y digna de las salas más chic, me quedo sin dudarlo con la misa, casi exorcismo, que ofició en el lugar de autos un cura preconciliar para una feligresía que parecía sacada de un casting de Alex de la Iglesia. Eso sí que fue la hostia.