Sanidad pública… y de calidad. Enseñanza pública… y de calidad. Medios de comunicación públicos… y de calidad. Y así, con cada servicio que esperamos que nos preste la administración, no como gracia o sopa boba, sino porque la pasta sale de lo que curramos y de lo que consumimos, que directos o indirectos, siguen siendo impuestos. Hablamos de derechos y por ese lado no cabe ninguna discusión, pero el arribafirmante es un tanto tiquismiquis o tal vez un obtuso mental y no acaba de entender lo que encierra el segundo apellido de la letanía recurrente. ¿Qué diantre quieren expresar quienes tienen permanentemente la totémica palabra en sus bocas o en sus pancartas?
Incapaz de meterme en todas las cabezas y hasta con dificultades para permanecer en la propia, únicamente alcanzo a maliciarme un par de teorías al respecto. La primera y más simple es que se trata de un mero colorante verbal. Se añade para que la frase —o la reivindicación, si es el caso— quede más lucida y vistosa, pero realmente no aporta sustancia alguna. Es lo que corresponde a estos tiempos de blablablá y consignas prèt-à-porter donde el continente gana al contenido por goleada. ¿Qué es la calidad?, me preguntas clavando en mi pupila tu pupila azul. Pues cómo decírtelo, pequeño saltamontes: calidad es, ya tú sabes, un comodín, lo que tú quieras que sea, y si no quieres que sea nada, pues tan amigos.
La otra hipótesis es aun peor que esta basada en la vaciedad del lenguaje. Porque pudiera ocurrir también que muchos de los cacareantes del palabro tengan alma de señorito y allá donde dicen calidad estén diciendo lujo. Suena antipático, lo sé; incluso, pelín neoliberal y si me apuran, reaccionario. Me arriesgaré a parecerlo y, si hace falta, a los cuarenta mil latigazos con que se penan estos atrevimientos. Ocurre, lisa y llanamente, que defiendo lo público sin necesidad de ponerle segundo apellido. Y que nos dure.