Obra social

Uno de los grandes caballos de batalla en la bronca/debate sobre Kutxabank —como lo fue en la saga fuga de la CAN— es la obra social. Cuando los promotores de la conversión de las cajas en fundaciones bancarias nos cuentan las bondades de su modelo, remarcan con fosforito que por ese lado no hay nada que temer y nos silabean que, de hecho, lo que se ha pretendido con la discutida fórmula es poner a salvo ese capítulo. Desde enfrente, los que claman contra lo que califican como privatización sitúan en la cúspide de los males del proceso emprendido la pérdida de esas cantidades destinadas al bien común. Unos y otros parecen tener claro que para la defensa de su postura o, lo que es lo mismo, para la venta de su mercancía dialéctica y la consiguiente suma de adhesiones de entre el común, es imprescindible que hagan bandera de la obra social.

Sabiendo que rozo el tabú, me atrevo a pedirles que reflexionen un par de segundos en el concepto. ¿No les suena, aunque sea solo un poquito, a eufemismo para decir beneficencia? ¿No le ven ese toque del capitalismo paternalista de los economatos y el paquete de navidad que dejaba claro quién estaba en condiciones de dar y quién en condiciones de recibir con gratitud? Si bucean en el origen histórico de las entidades, verán que hay bastante de eso. Y si repasan los fines a que se dedican esos pellizquitos del negocio de prestar con interés —¿o estamos hablando de otra cosa?—, comprobarán que se trata de asuntos que deberían estar cubiertos por lo público. Me refiero a lo genuinamente público, o sea, a lo que sale directamente de los impuestos. Ahí lo dejo.

Y de calidad

Sanidad pública… y de calidad. Enseñanza pública… y de calidad. Medios de comunicación públicos… y de calidad. Y así, con cada servicio que esperamos que nos preste la administración, no como gracia o sopa boba, sino porque la pasta sale de lo que curramos y de lo que consumimos, que directos o indirectos, siguen siendo impuestos. Hablamos de derechos y por ese lado no cabe ninguna discusión, pero el arribafirmante es un tanto tiquismiquis o tal vez un obtuso mental y no acaba de entender lo que encierra el segundo apellido de la letanía recurrente. ¿Qué diantre quieren expresar quienes tienen permanentemente la totémica palabra en sus bocas o en sus pancartas?

Incapaz de meterme en todas las cabezas y hasta con dificultades para permanecer en la propia, únicamente alcanzo a maliciarme un par de teorías al respecto. La primera y más simple es que se trata de un mero colorante verbal. Se añade para que la frase —o la reivindicación, si es el caso— quede más lucida y vistosa, pero realmente no aporta sustancia alguna. Es lo que corresponde a estos tiempos de blablablá y consignas prèt-à-porter donde el continente gana al contenido por goleada. ¿Qué es la calidad?, me preguntas clavando en mi pupila tu pupila azul. Pues cómo decírtelo, pequeño saltamontes: calidad es, ya tú sabes, un comodín, lo que tú quieras que sea, y si no quieres que sea nada, pues tan amigos.

La otra hipótesis es aun peor que esta basada en la vaciedad del lenguaje. Porque pudiera ocurrir también que muchos de los cacareantes del palabro tengan alma de señorito y allá donde dicen calidad estén diciendo lujo. Suena antipático, lo sé; incluso, pelín neoliberal y si me apuran, reaccionario. Me arriesgaré a parecerlo y, si hace falta, a los cuarenta mil latigazos con que se penan estos atrevimientos. Ocurre, lisa y llanamente, que defiendo lo público sin necesidad de ponerle segundo apellido. Y que nos dure.