Oigan, y ahora que ya tenemos bastante claro que Cifuentes está a punto de pasar a mejor vida política (y lo de mejor, ya verán cómo será literal), ¿qué tal si dedicamos unos párrafos a los usos y costumbres de la Universidad? No, no me refiero solamente a esa inmensa casa de masajes intelectualoides que está demostrando ser la Rey Juan Carlos, sino a la Universidad en su conjunto, y a las públicas en particular.
Y, de acuerdo, para reducir el crujir de dientes y las hiperventilaciones que ahora mismo estoy intuyendo en muchos lectores, podemos empezar recalcando que no se puede generalizar, que la inmensa mayoría de los que participan en la Enseñanza Superior son personas que se lo curran y que actúan con la máxima honradez. Como conozco a bastantes, no dudo en absoluto de que sea así, pero justamente por eso me extraña más su capacidad para no ver o para no querer ver el mamoneo sideral que se gasta en prácticamente todos los campus.
Hablo de endogamia, de camarillas, de accesos a través del sótano, de aprobados y suspensos de libre albedrío, de materias que en función de quién las imparta (o a quién) son un hueso o una maría, de supuestos trabajos de investigación que son una seguidilla de copiapegas, de ilustres docentes con diez faltas de ortografía por página, de becas a medida para niños buenos llamados a ser delfines, de programas compuestos por marcianadas sin ningún interés académico, de asignaturas que chorrean grosera ideología con la que hay que tragar para no catear. Y, claro, como en el caso que ha originado todo esto, del regalo sistemático de títulos tan pomposos como prescindibles.