La burbuja universitaria

Como la vaina del interés informativo va por ratos, y esta entretenedera de los títulos parece que va a entrar en barbecho hasta el siguiente capítulo —que espero que sea en el que se resuelve lo de Casado—, déjenme que me suba al penúltimo coletazo de la ola para escribir lo que mi he oído ni he leído al respecto. Porque sí, está muy bien atizar a los políticos, darle cera a la Rey Juan Carlos o echar dos cagüentales sobre la titulitis o la venta de másteres al peso, pero quizá sacaríamos más en claro si pusiéramos el foco en el epicentro de la ciénega o, si prefieren una metáfora más fina, el corazón de las tinieblas, o sea, en los usos y costumbres de la sacrosanta Universidad.

¡Uy, lo que ha dicho! Y lo mantendré donde haga falta, especialmente, ante muchos de mis más queridos amigos que veneran tanto el templo de la Educación superior, que sus pituitarias son incapaces de percibir el pútrido hedor de la benemérita institución. Me consta que actúan impulsados por las más nobles intenciones, pero cuando se niegan a ver que, por ir al caso más cercano, un congo de tesis doctorales son, amén de una chufa sin el menor valor, un trapicheo infame entre amiguetes, están siendo brutalmente injustos con quienes sí se han dejado las pestañas para presentar un trabajo verdaderamente original que pretende aportar algo al conocimiento.

De entre el millón de burbujas que quedan por explotar, la universitaria se me antoja una de las más urgentes. Pero hace mucho abandoné cualquier esperanza de que se obrara el milagro. Por eso, solo me queda sonreír entre la resignación y el cinismo ante los últimos acontecimientos.

Nuestro máster

Seguramente no nos lo convalidarán, pero los que de verdad estamos haciendo un máster somos los ciudadanos. Gracias a los pufos académicos de Cifuentes, Casado y Montón (más los que no sabemos todavía), estamos profundizando un congo sobre la condición humana en general y la de algunos políticos en particular… que quisiera uno que no fueran la mayoría, aunque lo visto no invita a albergar grandes esperanzas.

De estos casos en concreto, además del tremebundo apego al cargo demostrado por las dos dimisionarias y no digamos por el que no se va ni con agua caliente, me maravilla la capacidad para negar las clamorosas evidencias que iban apareciendo. No sé si es cuestión de brutal autoestima, de convicción de impunidad absoluta, de certidumbre de que el resto del mundo somos tontos de baba o de pura ceguera, pero hace falta un cuajo especial para hacerse el ofendido o la víctima cuando el renuncio en el que te han cazado no se lo salta Sergei Bubka. Por ir a lo más reciente, ahí tienen a Montón galleando de conducta ejemplar, cuando acababa de probarse que en su presunto trabajo de fin de máster había fusilado hasta la Wikipedia. Eso, por no citar la inconmensurable deslealtad de no haberle confesado la falta ni siquiera a quien le había otorgado su confianza, Pedro Sánchez, que iba a ser al cabo el pagador de la factura.

Y todo el desaguisado, he aquí la tristísima moraleja, por una menudencia tan ridícula como un apunte tontorrón para el Currículum Vitae. Qué inmensa desazón provoca pensar que una ministra de Sanidad que lo estaba haciendo razonablemente bien acabe en la cuneta política a manos de su propio ego.

Dimitir tarde y mal

He ahí el precio de la palabra de Pedro Sánchez Pérez-Castejón. “Está haciendo un gran trabajo y lo va a seguir haciendo”, porfiaba con contundencia el presidente de los cien días y pico apenas tres horas antes de que Carmen Montón, cautiva, desarmada y pillada en un marrón de pantalón largo, cumpliera con su destino manifiesto y anunciara su dimisión como ministra de Sanidad. Tardaremos medio teleberri en estar al cabo de la calle de la intrahistoria —así se dice en fino— de este triste final a la altura del patetismo de todo el episodio, pero basta conocer una migaja el paño para tener la certeza de que en el momento de proclamar la continuidad de la atribulada miembro de su gabinete, Sánchez ya sabía que la mengana era un fiambre político. Caray con el campeón sideral de la pulcritud y la transparencia, menudo retrato.

Y respecto a la dimisionaria por la fuerza, casi mejor corremos un tupido velo. Sin tiempo para conocerla por sus obras —ni casi por su nombre, confiésenlo—, Montón se ha hecho una celebridad del esperpento político. Cada uno de sus balbuceos sobre su máster fulero de la Universidad Rey Juan Carlos provocaba más bochorno y estupefacción que el anterior. Algún día ella misma se escuchará diciendo que no sabía dónde se impartían las clases porque iba en taxi, y querrá que se la trague la tierra. Claro que antes tendrá que sincerarse ante el espejo y admitir que lo suyo fue un Cifuentes o un Casado de manual, lo que seguía negando con obstinación en el instante mismo de echar pie a tierra. Vaya tomando nota, por cierto, el o la siguiente del Consejo de Ministros. No suele haber dos sin tres.

Sigo con la Universidad

Me dicen, bien es cierto que cariñosamente, que no jorobe con la Universidad, y yo comprendo el sentimiento que mueve a mis interlocutores. Como los aprecio y respeto una barbaridad, les paso por alto su incapacidad instintiva para la autocrítica en esta materia concreta. O, como ya anoté en la anterior columna, la distorsión mental que les hace ver en su amada institución apenas tres o cuatro gajes del oficio o alguna que otra menudencia que no va a ninguna parte. Lo gracioso es que son estas mismas personas las que, en otros contextos, despotrican y no paran sobre los mil y un males de la Enseñanza Superior. Los achacables a los pérfidos gobiernos, por supuesto, pero también los debidos a su fauna diversa, igual docentes que educandos, personal administrativo, o moradores circunstanciales de los Campus.

Cuando no se están quejando de la burocracia que acompaña (y frustra) cada mínimo intento por hacer algo, echan pestes del casi nulo interés de los alumnos por cualquier iniciativa que trascienda la consecución de la nota requerida. Y, en confianza, hablan de esa tesis que es una chufa pero que saldrá airosa gracias a los padrinos y/o las madrinas de rigor. O de ese seminario de amiguetes para amiguetes. O quizá de no sé qué postgrado esotérico —de Homeopatía, sin ir más lejos—, de la cátedra que le cae a una ágrafa que no hace la o con un canuto y no a un peso pesado de la investigación (Edurne Uriarte versus Pako Letamendia), de los patéticos librúsculos cuyos desvergonzados autores obligan a comprar a los pobres diablos matriculados en su asignatura… Quisiera saber si me he inventado algo.

Yo también renuncio

Ea, que no decaiga. Será por sacrificios. A través de estas líneas y para que surta todos los efectos oportunos, hago constar mi renuncia al Nobel de Veterinaria, al Pichichi de la temporada 1997-98 y al Zamora de la 2003-04, lo mismo que al Masters de Augusta y al del Universo, la Concha de plata al mejor actor de menos de 1,65 centímetros con mirada estrábica, el Pelo Pantene ma non troppo, el Torneo Cinco Pedanías de Dominó modalidad Indoor, el subcampeonato (exaequo) intercomarcal de canicas de Alpedrete y, en un alarde de generosidad sin límites, a la medalla de plastilina al mérito agropecuario y al fomento de la cría caballar.

No cuela ni siquiera como mal chiste, ¿verdad? Pues que alguien me explique cómo se le ha podido meter en el entrecejo a Cristina Cifuentes —en lo sucesivo, Cifu la Fantástica— que tragaríamos con su carta de renuncia a lo que ha quedado más que claro que no le pertenece. Y con qué aires, la doña, machacando la patética sarta de excusas de cuarta regional y negando desparpajudamente la evidencia.

Una acción, por lo demás, que completa el tristísimo autorretrato que se está currando la individua desde que cayó en este charco. Si todos los hechos que se han sucedido, a cada cual más grotesco, han ido dejando claro que está inhabilitada para seguir un segundo más al frente de una institución pública del relieve de la Comunidad de Madrid, esta penúltima astracanada debería situarla sin remisión en el vertedero de la política. Cualquiera que la apreciara una gota trataría de evitarle la penosa e impúdica agonía que se ha empeñado en protagonizar. ¿Nadie va hacerlo?

¿Y la Universidad?

Oigan, y ahora que ya tenemos bastante claro que Cifuentes está a punto de pasar a mejor vida política (y lo de mejor, ya verán cómo será literal), ¿qué tal si dedicamos unos párrafos a los usos y costumbres de la Universidad? No, no me refiero solamente a esa inmensa casa de masajes intelectualoides que está demostrando ser la Rey Juan Carlos, sino a la Universidad en su conjunto, y a las públicas en particular.

Y, de acuerdo, para reducir el crujir de dientes y las hiperventilaciones que ahora mismo estoy intuyendo en muchos lectores, podemos empezar recalcando que no se puede generalizar, que la inmensa mayoría de los que participan en la Enseñanza Superior son personas que se lo curran y que actúan con la máxima honradez. Como conozco a bastantes, no dudo en absoluto de que sea así, pero justamente por eso me extraña más su capacidad para no ver o para no querer ver el mamoneo sideral que se gasta en prácticamente todos los campus.

Hablo de endogamia, de camarillas, de accesos a través del sótano, de aprobados y suspensos de libre albedrío, de materias que en función de quién las imparta (o a quién) son un hueso o una maría, de supuestos trabajos de investigación que son una seguidilla de copiapegas, de ilustres docentes con diez faltas de ortografía por página, de becas a medida para niños buenos llamados a ser delfines, de programas compuestos por marcianadas sin ningún interés académico, de asignaturas que chorrean grosera ideología con la que hay que tragar para no catear. Y, claro, como en el caso que ha originado todo esto, del regalo sistemático de títulos tan pomposos como prescindibles.

Hasta luego, Cifuentes

Tic-tac, el reloj marca las últimas horas de vida política para Cristina Cifuentes. Taun-taun-taun, las campanas, impacientes, ya doblan por ella, tal es el hedor a cadaverina de quien antes de todo este quilombo estaba llamada a las más altas misiones. No somos nada. Un día eres la gran esperanza blanca de tu partido y medio pestañeo después, resultas carne de responso. Y todo, qué tremenda ironía, por una inmensa chorrada que, más allá de lo arriba que podamos venirnos en la diatriba, sabemos perfectamente que no va a ningún sitio. Compárenlo con los colosales mangoneos de tantísimos de sus conmilitones o de los cometidos bajo el paraguas de otras siglas. Una cuestión de ego tontorrón complicada por la humana tendencia a tapar cada mentira con una mayor, eso debería decir la autopsia sobre la causa de su (inminente) óbito para lo público. Como en la canción de Silvio, las causas la fueron la cercando y el azar se le fue enredando hasta llegar a la condición de esa persona de la que usted me habla, antesala del si te he visto, no me acuerdo.

Bonita finta, al final la interfecta (en la segunda acepción de la RAE, no jorobemos) ha sido la que nos ha regalado a los espectadores de su psicodrama un máster del copón y pico sobre el mecanismo del sonajero. Hemos aprendido —o deberíamos haberlo hecho— que cuando los dioses deciden que te ha llegado la hora, no hay escapatoria. Como mucho, te queda el derecho a patalear que un congo de los que te han empujado al abismo tienen pufos universitarios muy parecidos a los tuyos. Y luego, claro, saber que tras la caída habrá un suculento premio de consolación.