Seguramente nunca ha habido una operación judicial o policial jaleada con tanto entusiasmo popular como la que se ha saldado con la detención de la cúpula de la SGAE. La simple visión en los titulares de esa palabra, “cúpula”, que generalmente encontramos asociada a sindicatos del crimen de diversa índole, es un regalo para los ojos y el espíritu de los millones de agraviados por ese consorcio que parecía tener patente de corso. Dicen el catecismo y los manuales de urbanidad que no está bien desear el mal ajeno, pero va a ser difícil encontrar un alma pura que no desee ver, como poco, entre rejas a una banda de abusones cuya sola existencia desmentía que estemos en algo similar a un Estado de Derecho.
Ha sido grandioso, además, que la aparatosa caída del imperio bautistiano se haya producido por la administración de su propia medicina. Ellos, que siempre amedrentaban a sus posibles e incontables víctimas enseñándoles los dientes de su jauría legaloide, se han pillado los dedos y algo más con los guardias y las togas. A estas horas ya deben de haber experimentado la taquicardia, la zozobra y el canguelo que hacía presa en el sinnúmero de desventurados que alguna vez han recibido uno de sus burofaxes intimidantes. Qué chufla, que se acuerden justo ahora de la presunción de inocencia.
De todos modos, mejor no echar las campanas al vuelo. Poco dura la alegría en casa del pobre, y esta tiene muchos boletos para ser pasajera, como debería recordarnos la sonrisa de oreja a oreja de DSK en las mismas primeras páginas que nos hablaban de la redada en la cueva de Ali-Babá. Ya pueden decir misa el sentido común y el código penal, que el desenlace final dependerá, como casi siempre, de las triquiñuelas de un puñado de picapleitos. Y aun descontando lo que se han podido llevar crudo, el canon y el resto de los diezmos cobrados hasta por cantar en la ducha dan para pagar legiones de abogados.