Lo confieso: hasta las cinco y veinticuatro minutos de la tarde de anteayer, la candidatura de Donostia a la capitalidad cultural en 2016 me provocaba una indiferencia estratosférica. Recelo por sistema de cualquier elección -reina de las fiestas, sede olímpica, patrimonio de la Humanidad- que dependa de un jurado que se lo pasa cañón mientras se deja camelar por los sumisos aspirantes. Con más motivo si, como ocurre en este caso, el premio gordo de los juegos florales tiene como reclamo la palabra “cultura”, que llena mucho en la boca, sí, pero que generalmente no sabe a nada; la de timos que se cometen en su nombre.
Pese a todas estas reservas y otras que darían para dos páginas, no pude evitar alegrarme cuando el tipo ese con pinta de vividor de manual culminó su infumable chapa previa pronunciando el nombre oficial de la antigua Odonópolis. Los cenizos del apocalipsis, empezando por el que suscribe, habíamos vuelto a meter la gamba hasta el cuezo. Fue digno de los telefilmes lacrimógenos americanos donde el protagonista pasa en un par de secuencias de la silla de ruedas a ganar la final de los cien metros lisos. La ciudad descartada de saque, la que parecía condenada a participar en la ceremonia sólo para recibir la justa humillación por la mala cabeza de sus votantes, acabó birlando la cartera a los niños buenos de la clase.
Qué gran desquite, el de las camisas a cuadros y las camisetas de algodón sonriendo desde el estrado a las corbatas y modelitos de diseño que habían previsto otro final de festejo. Claro que lo mejor vino después, con la enorme lección de mal perder del encarcelador de insumisos (yo sí me acuerdo) Belloch y de la tránsfuga contumaz Rosa Aguilar. Impagables, sus respectivos berrinches que a la vez eran autorretratos. Y para redondear el jolgorio, los trogloditas mediáticos rugiendo a pleno pulmón. Definitivamente, empieza a molar lo del 2016, sea lo que sea.