Peajes

Cobrar o no cobrar por el uso de las carreteras, he ahí el dilema. La cuestión es que hay muy buenos argumentos… tanto a favor como en contra. De hecho, hemos visto cómo desde las mismas siglas se han enarbolado unos u otros según se haya sido gobierno u oposición. Más aun, ha habido variaciones en función de si se era gobierno reciente y animoso o gobierno ya con unas cuantas duchas frías de realidad en el currículum. Supongo que sería mucho pedir que estos cruces de acera fueran acompañados de una cierta humildad y del reconocimiento público de que cuando se defendía lo anterior se estaba en un error. Salomónico que es uno, me refiero a los que antes decían que el asfalto era de todos y ahora andan poniéndole precio, y también a los que en su día estudiaron en qué tramos cabía aplicar el diezmo y de un tiempo a esta parte se quejan del afán recaudatorio y blablablá.

Por lo que toca a la ciudadanía, y en especial a la motorizada, me temo que no nos queda más remedio que ir haciéndonos a la idea de lo que nos depara el futuro: acabaremos pagando. Y no solo en las vías que se nombran estos días en los periódicos. Muy pronto, no habrá camino de cabras por el que se pueda transitar sin aflojar el bolsillo cada pocos kilómetros. Si viajan algo, y no necesariamente lejos de nuestro terruño, habrán comprobado que eso ya es así en muchos lugares. Simplemente, crucen la muga hacia arriba para hacer unas compras en un brocante o ir a la playa, y verán cuántas veces tienen que detenerse a encestar calderilla —esa es otra, hay que llevarla encima— en los embudos de los pintorescos fielatos.

Lo que ya no sé decirles es si estamos ante un avance de la civilización o ante un retroceso a la Edad Media, época fecunda en peajes y pontazgos. El principio en que asienta el cobro tiene su lógica: quien más usa es quien más paga. ¿Serviría también para la sanidad o la educación? Qué pregunta más incómoda.