El país de la bronca

Reconozcámoslo: nos va la gresca de brocha gorda y neurona estrecha. Cada vez que se nos presenta una cuestión propicia para el debate de fondo, tardamos décima y tres cuartos en convertirla, según nos vaya dando el aire, en reyerta tabernaria, pelea de patio de colegio o enganchada de plató de Telecinco. Los posibles argumentos razonados se rinden y dejan el campo libre a las gachupinadas arrojadizas, la demagogia de saldo y, por descontado, el insulto mondo y lirondo con amenaza adosada: rojo, facha, hijoputa, pues tú más, ¿a que te meto?, ¿a que te meto yo a ti? Huelga decir que siempre ha empezado el otro.

No hay asunto, por serio y delicado que sea, que se libre de esta o similar coreografía. La normalización, el modelo de país, la arquitectura institucional, las políticas sociales o la fiscalidad son carne inagotable para la trifulca banderiza empecinada. Y de ahí para abajo, todo lo demás. La de mendrugadas que se han dicho y se siguen diciendo, sin ir más lejos, a favor y en contra del ‘Puerta a puerta’. O las que ya hemos empezado a escuchar y leer sobre los peajes, la enésima pendencia que nos hemos echado al coleto porque por lo visto no teníamos suficientes excusas para desgraciarnos mutuamente las espinillas. Cualquiera diría que la paradójica cohesión social de las vascas y los vascos se asienta sobre infinitas fracturas. La división como seña de identidad, qué caramelo para la antropología moderna.

Pero claro, eso se diría con cinismo y la bandera blanca en alto, que es como la llevamos los que no tenemos vocación de tirios ni de troyanos y que, por eso mismo, resultamos sospechosos de simpatizar con estos y con aquellos al mismo tiempo. Si nos dejamos de resabios, esta querencia por apretar filas para cargar contra las de enfrente con consignas prefabricadas no habla demasiado bien de nosotros. Revela, como poco, que cada vez estamos menos dispuestos a pensar por libre.

Peajes

Cobrar o no cobrar por el uso de las carreteras, he ahí el dilema. La cuestión es que hay muy buenos argumentos… tanto a favor como en contra. De hecho, hemos visto cómo desde las mismas siglas se han enarbolado unos u otros según se haya sido gobierno u oposición. Más aun, ha habido variaciones en función de si se era gobierno reciente y animoso o gobierno ya con unas cuantas duchas frías de realidad en el currículum. Supongo que sería mucho pedir que estos cruces de acera fueran acompañados de una cierta humildad y del reconocimiento público de que cuando se defendía lo anterior se estaba en un error. Salomónico que es uno, me refiero a los que antes decían que el asfalto era de todos y ahora andan poniéndole precio, y también a los que en su día estudiaron en qué tramos cabía aplicar el diezmo y de un tiempo a esta parte se quejan del afán recaudatorio y blablablá.

Por lo que toca a la ciudadanía, y en especial a la motorizada, me temo que no nos queda más remedio que ir haciéndonos a la idea de lo que nos depara el futuro: acabaremos pagando. Y no solo en las vías que se nombran estos días en los periódicos. Muy pronto, no habrá camino de cabras por el que se pueda transitar sin aflojar el bolsillo cada pocos kilómetros. Si viajan algo, y no necesariamente lejos de nuestro terruño, habrán comprobado que eso ya es así en muchos lugares. Simplemente, crucen la muga hacia arriba para hacer unas compras en un brocante o ir a la playa, y verán cuántas veces tienen que detenerse a encestar calderilla —esa es otra, hay que llevarla encima— en los embudos de los pintorescos fielatos.

Lo que ya no sé decirles es si estamos ante un avance de la civilización o ante un retroceso a la Edad Media, época fecunda en peajes y pontazgos. El principio en que asienta el cobro tiene su lógica: quien más usa es quien más paga. ¿Serviría también para la sanidad o la educación? Qué pregunta más incómoda.