Aunque la escena mítica de Casablanca es la de la despedida en el brumoso aeródromo, mi favorita es la de la clausura del local de Rick. No hay manual de ética parda tan instructivo como la visión del caradura Capitán Renault, parroquiano número uno del garito, ordenando el cierre mientras farfulla con mal impostada dignidad: “¡Es un escándalo, es un escándalo! ¡Aquí se juega!” Cambien el café que regentaba Humphrey Bogart por el bar El Faisán de Irun, y estarán en el escenario de otra grandiosa exhibición de cinismo e hipócrita desparpajo.
Es gracioso ver cómo los que tienen la cartografía a escala 1:1 de las cañerías del Estado y podrían moverse por ellas con los ojos vendados se hacen los recién caídos del guindo y claman en falsete su sofoco por el soplo -aún presunto- que unos guripas les dieron a los malos para que pusieran tierra de por medio. En su sobreactuación de taller de teatro de bachillerato, no dudan en tachar de felonía el episodio ni en señalarlo como prueba de la colaboración del Gobierno español con una banda terrorista.
Los más montaraces hasta piden que enchironen al pérfido Pepunto Rubalcaba y a su faldero y sustituto en Interior, Antonio Camacho, que algo tuvieron que ver con todo aquello. Probablemente lo consigan, porque el asunto está en manos de ese casino de croupiers con toga llamado Audiencia Nacional. Sería, en todo caso, una especie de justicia poética, porque a lo peor ambos enfilados y otros de la parte baja del escalafón han hecho méritos en su dilatada trayectoria para acabar a la sombra, pero entre ellos no debería estar su proceder en este caso.
Podemos fingir rasgado de vestiduras como el Capitán Renault, pero somos lo suficientemente mayorcitos para saber que no vivimos en la tierra de los Teletubbies. Lo del Faisán tuvo un contexto, el intento de conseguir la paz, que si no lo justifica, sí lo explica. No fue, ni de lejos, para tanto.