Ana Rosa en su lodazal

Somos muy injustos al utilizar el término telebasura. Los detritos, por malolientes que sean, no merecen que se los compare con lo que arrojan a nuestros ojos los tipejos y las tipejas sin alma ni entrañas que han convertido en profesión la casquería catódica. El pederasta hijo de la gran puta que mató a la niña Mari Luz Cortés me provoca el mayor de los desprecios, pero sólo media migaja más que el que me inspira la piara de hozadores de sangre y mierda que han convertido el crimen en espectáculo a mayor gloria del share, su propio ego y, por descontado, el pastón que se embolsan con cada ponzoñosa exclusiva. Que cometan sus fechorías con luz y taquígrafos y en nombre de la libertad de expresión e información y que a cada episodio que parecía insuperable lo suceda otro más abyecto es para pedir asilo en Júpiter.

¡Sigue grabando!”

El penúltimo gran éxito de los buceadores a pulmón de los pozos sépticos ha sido conseguir que la mujer del acusado del asesinato de la niña confirmara en riguroso y asqueroso directo que fue él quien “se la cargó”. Con esas mismas palabras, y ante la sádica delectación de su contumaz interrogadora, un ser presuntamente humano de nombre Ana Rosa. Otro trofeo más para su colección de vidas reducidas a purines. Qué gran papel habría hecho en Abu Grahib o Guantánamo. Ella, claro, y sus esbirros, que en la nomenclatura del oficio reciben -otro insulto- el nombre de redactores. “¡Sigue grabando, sigue grabando!”, le gritaba al cámara la despiadada trepa encargada de ablandar a su pieza, cuando a ésta, incapaz de soportar la presión, le dio un vahído e imploraba que la dejaran en paz. “Tú no vas a perder el conocimiento, ¿vale?”, le mostró quién mandaba a la mujer, sin apartar el micrófono ni por un instante. De vuelta al cuartel general, recibiría su azucarillo. Lo que habrá fardado durante el fin de semana contando a sus amistades cómo se aprietan las tuercas a una señora con 47 de coeficiente intelectual. Bravo, Patricia, tú serás como Nieves Herrero.

Estas líneas no son más que puro pataleo. Nada de lo que digamos servirá para que alguien se detenga a plantearse si no se han traspasado ya quinientos límites. Al contrario; se enfarrucarán y pensarán con orgullo que ladramos, luego cabalgan. Cuando llegue el momento, utilizarán todo este ruido sin nueces para traficar la próxima renovación. El negocio es el negocio y no hay remilgo ético que lo detenga. Sólo una utilización selectiva del mando a distancia podría hacerlo. Pero a eso no estamos dispuestos, ¿verdad?