Sin duda, los ranunculáceos monclovitas exageran cuando saltan y brincan alborozados por el descenso de 31 personas en unas listas del paro que aún apelotonan a 4.608.783 excluidos del (presunto) paraíso laboral. Da igual que vistan el difunto con todos los faralaes de las series históricas, la extrapolación desestacionalizada o la mandanga estadística que se les ocurra para hacernos creer que es un triunfo pasar del cólera a la peste o viceversa. Canta a leguas que no hay para tanta pirotecnia festejante como la que han exhibido, más bien impúdicamente, Cospedal, Báñez, De Guindos y un sinnúmero de concejales peperos de pedanías dispersas que andan vendiendo la especie de que las vacas gordas están a la vuelta de la esquina.
Conste en acta lo anterior, y como anexo, mi perplejidad infinita por la postura exactamente inversa. En verdad, no sabría decir si me rebela más el exceso celebratorio o los morros hasta el suelo que se les han quedado a los autoprofetas del apocalipsis. Deseaban con todas sus fuerzas el peor agosto desde la extinción de los dinosaurios y han resultado unos números que no siendo la repanocha, tampoco parecen un desastre absoluto. No es algo nuevo. Viene ocurriendo cada vez que aparece el menor dato económico que no se les antoja lo suficientemente horripilante. Cofrades irredentos del cuanto peor, mejor, se lanzan en sarra a desgraciar cualquier resquicio por el que pueda aventurarse una ínfima brizna de esperanza. Simplemente no les conviene.
Lo divertido, una vez que uno inspecciona el percal, es comprobar que buena parte de estos cenizos contumaces —en muchas ocasiones, con cargo adosado o tribuna remunerada a millón— gozan de plácidas existencias y tienen el culo a resguardo de turbulencias. Cuando la cúpula celeste caiga, no estarán debajo. Por eso se permiten el lujo y la desvergüenza de anhelar que crezca el caudal de penurias. Ajenas, faltaría más.