Después de lo de echarse a cara o cruz la segunda dosis de AstraZeneca, parecía difícil batir el récord de esperpentos vacunatorios, pero en eso llegaron las autoridades sanitarias del Estado francés y pulverizaron la marca. Para que luego digan de las chapuzas y la improvisación celtibéricas, a alguien de las altas instancias médicas galas se le ocurrió que podía ser una buena idea convertirse en la gran meca de la inmunización de toda la Unión Europea. Desconozco si fue una cuestión de chauvinismo o, simplemente, el enésimo infierno alicatado hasta el techo de buenas intenciones. La cosa es que, sin encomendarse ni a Dios, ni al diablo, ni a los responsable de la salud pública de los países vecinos, en el Hexágono se puso en marcha un sistema de reservas de vacunación abierto literalmente a todo quisque. Bastaba apuntarse y presentarse con el carné de identidad en el punto más cercano, que en nuestro caso era el vacunódromo de Biarritz. Y ahí que se fueron nutridos grupos de gipuzkoanos y navarros, principalmente adolescentes y jóvenes, de procesión inmunizatoria. No es difícil imaginarse la sorpresa y el cabreo de las autoridades sanitarias locales ante el inmenso desvarío de repartir viales de suero como si fueran botellines de agua. Gracias a los medios de comunicación, que hemos dado cuenta de la noticia con gran escándalo, se ha cerrado el grifo al otro lado de la muga. Y no deja de llamar la atención que haya sido con el mayúsculo enfado de quienes sienten que se les birla un derecho inalienable porque consideran que una vacuna es un bien de consumo exactamente igual que unas zapatillas deportivas o un frasco de colonia.