Los retratos sociales son así. La gala de los Goya, en comodón sábado noche de temporal en toda la península, tuvo la peor audiencia del último decenio. La final de Operación Triunfo, en jodidísima madrugada de lunes a martes —la victoria de Amaia Romero se certificó a la 1.39—, batió su récord de espectadores, casi cuatro millones. De la repercusión en redes sociales y de la diferencia del tono de los mensajes, crítico hasta lo cáustico en el reparto de premios del cine y entusiasta sin matices en el concurso musical, mejor no hablamos.
Y no saben cómo me alegro. Sí, yo, que hasta horas después del momento de autos apenas había visto de refilón a la recién encumbrada supernova navarra, y sigo desconociendo el aspecto que tiene el tal Alfred y no digamos el resto de los participantes de la cosa. Por no mentar que, con mi dureza de tímpano, las canciones versionadas me suenan a aquellas cintas de gasolinera ejecutadas por meritorios que no tenían derecho ni a nombre en la carátula diseñada para que picasen los incautos.
Pero me da igual. Por ajeno que me resulte el fenómeno, celebro el sano júbilo de sus variopintos seguidores, lo mismo milenials con los dientes aún de leche que cuarentones y cincuentones sin complejos. Y festejo más si cabe el crujir de dientes de los campeones mundiales de la superioridad moral, venga y dale con la murga de la malvada industria musical que en lo sucesivo esclavizará a la inocente víctima de Mendillorri. Cuánto intenso, y yo qué viejo para tomarme en serio los secuestros de las buenas causas a la mayor gloria del ego y el caché de reivindicarores profesionales.