Cuestión de respeto

Además de pasajero de transporte público, soy peatón, conductor y ciclista. Exactamente por ese orden. Doy fe de que las cosas se ven muy distintas a pie de asfalto, al volante o desde el sillín. No son pocas las ocasiones en que me sorprendo a mí mismo, según el papel que me toque, recriminando a mis compañeros de vía por un comportamiento en que yo mismo incurro en situaciones parecidas. Cómo joroba, cuando vas paseando, ese Fitipaldi que acelera en el paso de cebra. O ese bicicletero que tampoco lo respeta porque escoge a conveniencia las normas de circulación. Igual, por otra parte, que el cabreo que te provoca sobre cuatro ruedas el tipo que se demora al cruzar porque va guasapeando o la señora de cierta de edad que atraviesa la calzada, bastón y carrito de la compra incluidos, por donde no hay rayas pintadas.

Eso y todas las viceversas cruzadas que se les ocurran y que, a buen seguro, habrán vivido usando el pavimento a pie, en coche, en moto —por ahí si que no me pillan, lo juro—, en bici o como quiera que circulen. Y el asunto es que debemos ser capaces de ponernos en el lugar del otro, que bien podemos ser nosotros mismos, porque no hay más opciones que compartir las calles, los caminos y las carreteras. Con paciencia, con respeto, poniendo a prueba los límites de nuestra tolerancia. Seguramente, tragando más de un sapo y evacuando algún que otro exabrupto. Porque no queremos ser la ciclista que el otro día dejó su vida en una céntrica calle de Bilbao, pero tampoco el camionero que, por despiste o infortunio, pasará el resto de su existencia sabiéndose el autor de esa muerte prematura… y evitable.