Decían que a Zapatero le gustaban las fotos más que a un tonto una tiza, pero en apenas seis meses Rajoy ya tiene un álbum de mayor volumen que el que coleccionó el leonés en dos legislaturas. La última, salvo que en las horas que median entre la entrega y la publicación de esta columna haya habido otra, que podría ser, lo muestra con gesto magnánimo entregando al arzobispo de Santiago el dichoso Códice Calixtino tan negligentemente custodiado en la Catedral de los botafumeiros volanderos. “Y la próxima vez tenéis más cuidado”, parece decirle en la instantánea el registrador de la propiedad en excedencia al baranda eclesial.
La suerte es que era domingo y que los temibles mercados no están muy pendientes de estos ecos de sociedad localeros, porque si no, haría ya un buen rato que los hombres de negro estarían instalados en Moncloa barriendo las migajas del bienestar que aún quedan en la piel de toro. Si necesitaban alguna prueba más de la nula seriedad imperante al sur de los Pirineos, esa imagen berlanguiana del prócer obsequioso y suficiente junto a un encasullado vale por cien auditorías. Y menos mal que no estaban Cospedal o la lideresa Aguirre tocadas con peineta y mantilla española.
El retrato ha sido, en cualquier caso, el digno final del chusco asunto del robo del incunable. Al principio nos hicimos ilusiones de una trama a lo Dan Brown, con lo más granado del hampa internacional y poderosísimos intereses de fondo, y ha resultado una cutre actualización de la picaresca del siglo de oro. Ni traficantes de arte a gran escala, ni sectas milenarias, ni banqueros suizos. Todo se ha quedado en un chispas rebotado con tendencia a la cleptomanía, un deán escapado de alguna obra de Wenceslao Fernández Flórez y unos brazos tontos de la ley que han tardado un año entero en echar el guante a quien ahora dicen que siempre fue el primer sospechoso. Vamos, lo normal, la marca España.