Dos fotos

Magnífico contraataque a esas imágenes de menesterosos rebuscando en la basura o policías abriendo cabezas con las que The New York Times y otras biblias informativas de Occidente se hacen lenguas del derrumbe hispanistaní. Como hay que contarle al mundo que todo eso son insidias —inshidiash, en pronunciación rajoyana—, como hay que convencer a los inversores que huyen en estampida sobre la solidez y la rabiosa modernidad de la Marca España, las números dos y tres del PP olvidaron por un rato que se llevan a taconazos y marcharon al Vaticano a posar de Dolorosas. Como coartada, el ascenso en el escalafón divinal de no sé qué santo patrio.

Si no han visto los retratos, huelga cualquier esfuerzo por mi parte. Veinte columnas se me quedarían cortas para describirles el instante atrapado por las cámaras. Sólo les diré que ahora podemos estar seguros de que es posible fotografiar el pasado. Ese luto riguroso, esa peineta cubierta por la reglamentaria mantilla de organdí sobre la cabeza de Cospedalis Aflictorum, ese velo de beata de provincias que lucía Sor Aya, esos medallones de libra y media que les pendían a ambas a la altura del ombligo… Y en segunda fila, como una aparición, Nuestra Señora de los Aznares, también de negro zahíno y las manos entrelazadas en piadosa oración. ¿Cómo iba a estar ocurriendo un domingo del siglo XXI? Ni idea, pero me temo que, efectivamente, ocurrió.

No fue, de hecho, la única estampa añeja de la jornada. Poco más o menos a la misma hora, en Zaragoza, la Virgen del Pilar recibía —es de suponer que con honda e inenarrable emoción— la Gran Cruz del Mérito de la Guardia Civil. Se la impuso el locuaz ministro de Interior Fernández, flanqueado por la presidenta Rudi (también con peineta y mantilla, faltaría más) y el alcalde Belloch, otrora juez para la democracia.

¿Todavía es necesario explicar las prisas por hacer las maletas y alejarse de esta España?

El códice rajoyano

Decían que a Zapatero le gustaban las fotos más que a un tonto una tiza, pero en apenas seis meses Rajoy ya tiene un álbum de mayor volumen que el que coleccionó el leonés en dos legislaturas. La última, salvo que en las horas que median entre la entrega y la publicación de esta columna haya habido otra, que podría ser, lo muestra con gesto magnánimo entregando al arzobispo de Santiago el dichoso Códice Calixtino tan negligentemente custodiado en la Catedral de los botafumeiros volanderos. “Y la próxima vez tenéis más cuidado”, parece decirle en la instantánea el registrador de la propiedad en excedencia al baranda eclesial.

La suerte es que era domingo y que los temibles mercados no están muy pendientes de estos ecos de sociedad localeros, porque si no, haría ya un buen rato que los hombres de negro estarían instalados en Moncloa barriendo las migajas del bienestar que aún quedan en la piel de toro. Si necesitaban alguna prueba más de la nula seriedad imperante al sur de los Pirineos, esa imagen berlanguiana del prócer obsequioso y suficiente junto a un encasullado vale por cien auditorías. Y menos mal que no estaban Cospedal o la lideresa Aguirre tocadas con peineta y mantilla española.

El retrato ha sido, en cualquier caso, el digno final del chusco asunto del robo del incunable. Al principio nos hicimos ilusiones de una trama a lo Dan Brown, con lo más granado del hampa internacional y poderosísimos intereses de fondo, y ha resultado una cutre actualización de la picaresca del siglo de oro. Ni traficantes de arte a gran escala, ni sectas milenarias, ni banqueros suizos. Todo se ha quedado en un chispas rebotado con tendencia a la cleptomanía, un deán escapado de alguna obra de Wenceslao Fernández Flórez y unos brazos tontos de la ley que han tardado un año entero en echar el guante a quien ahora dicen que siempre fue el primer sospechoso. Vamos, lo normal, la marca España.

¿Confianza en España?

Si yo formara parte de esa macromafia que llamamos “Los Mercados” tampoco tendría la menor confianza en España. Hay dos o tres millones de motivos. Para empezar, no hay forma de concederle un átomo de credibilidad a una economía que no se apea ni a tiros del combinado de sol, ladrillo y pelotazo que se sacaron de debajo del cilicio los ministros opusianos de Franco hace medio siglo. Mira que con la pasta que ha dado la castiza fórmula en determinadas épocas ha habido oportunidades para probar otros caminos tal vez más laboriosos pero, por eso mismo, más sólidos. Pues no: balanza de pagos de mármol atornillada a las promociones inmobiliarias de suelo recalificado y, cómo no, el turismo, que ya decía Paco Martínez Soria que era un gran invento. Casi lloro cuando escuché al gran estadista Rajoy en su discurso de investidura anunciar un plan de difusión de la “sabrosa y variada” gastronomía española como arma definitiva para volver a llenar las arcas.

Esa es la famosa Marca España que con tanto orgullo y ardor han defendido hasta quienes sabían —¿Verdad, López y asesores de López?— que mundo adelante es considerada una especie de peste incurable… sencillamente porque lo es. Y lo es no sólo por el modelo que acabo de describir, sino por quiénes y cómo lo hacen funcionar: una casta endogámica de políticos y altos directivos de grandes corporaciones que cometen en comandita las trapacerías para, como es lógico, tapárselas igualmente en comandita.

Lo de Bankia es el mejor ejemplo. Su desastre es el combinado perfecto de ineptitud en la gestión —ni adrede se puede perder tanto dinero en tan poco tiempo—, manipulación de datos con la peor fe y ocultamiento continuado y mendaz de una situación que al estallar podía arrastrarlo todo, como de hecho ya lo está haciendo. Pero ya sabemos que nadie va a pagar por ello. Vuelvo al principio: ¿Quién quiere invertir un euro en una cloaca así?

¿Marca o estigma?

Las ha hecho y dicho de todos los colores, sabores y tamaños, pero ni aun así esperaba uno que Patxi López plagiara sin ruborizarse el argumentario cavernícola más rancio. Como si estuviera haciendo oposiciones a tertuliano de Intereconomía o columnero de La Razón, el lehendakari con inminente fecha de caducidad se ha subido al toro de Osborne para proclamar que los vascos deben sus pensiones a la solidaridad española. Les doy diez segundos para que dominen el subidón de bilis y las ganas de blasfemar, pero ni uno más. Recuerden lo de las margaritas y los cerdos. Simplemente, no merece la pena gastar un microjulio de energía en rebatir esas palabras que el de Portugalete se encontró en un Phoskitos o, para ser más exactos, en su diario de cabecera, que tampoco da puntada sin hilo. Nos sabemos de sobra la canción: qué buena es la madre patria, que nos lleva de excursión y nos acoge bajo su alerón.

Ocurre que cada vez va colando menos. Hoy cualquiera que tenga a mano un ordenador con Powerpoint puede demostrar lo que le salga de los orificios nasales, ya sea que los que se llaman Gustavo tienen tendencia a la melancolía, que la sábana santa era de la marca Ualf o, como es el caso, que nuestros jubilados viven de la sopa boba hispanistaní. Será por informes y estudios. También los hay a patadas que prueban justamente lo contrario, que por aquí arriba llevamos pagadas varias rondas sin reciprocidad.

Si les soy sincero, concedo el mismo crédito —ninguno— a los analistas que empujan y a los que estiran. Algún día se harán las cuentas a camiseta quitada y veremos quién pringa y quién no. Mientras, me fío del sentido común y de los hechos puros y duros que evidencian, pese a la defensa cerrada y montaraz de López, que la marca “España” es para la economía vasca como el cartelón que en la Edad Media se ponía en las casas donde había entrado la peste. No hay manera de vender una escoba.