Ahora, geólogos

Hemos sido expertos en siniestralidad ferroviaria, peritos en balística, técnicos superiores en desapariciones humanas, enteradillos del copón sobre incendios forestales, doctores en cambio climático y catástrofes naturales varias y, en fin, maestros Ciruela en mil y una disciplinas. Nos quedaba meternos a geólogos, ingenieros de minas y técnicos de rescates bajo tierra, que es de lo que andamos ejerciendo ahora con un impudor infinito y una obstinación del mismo calibre.

¿De verdad es necesario el seguimiento décima de segundo a décima de segundo de las tareas de búsqueda del pequeño Julen en el pozo de Málaga que se lo tragó? Por supuesto que es noticia. Objetivamente, es un hecho que reúne los ingredientes necesarios para darle una cobertura informativa. ¡Pero con mesura, joder, con mesura! Sobran las elucubraciones de todo a cien, las infografías truculentas que cada canal de televisión o cada medio se saca de la sobaquera, los terceros grados inmisericordes a un padre que, obviamente, no está en condiciones de referirse cabalmente a la situación. Por no hablar del nauseabundo acoso a los familiares, esgrimiendo los micrófonos como si fueran estoques. “¿No pensarán que lo van a encontrar vivo a estas alturas?”, llegó a preguntarles una individua que al volver a redacción recibiría el consiguiente azucarillo por sus chapoteos en el guano morboso. Pero predico en el desierto. Es lo que se lleva y, supongo, lo que vende. Seguramente por eso, en un diario local de tronío la crónica sobre la niña hallada muerta anteayer en Bilbao comenzaba con una alusión totalmente innecesaria a Julen. Qué pena. Qué asco.

Rescates imposibles

Es humanamente comprensible y nada censurable que los trabajadores de La Naval exijan que el Gobierno vasco (o el español o el del Vaticano) rescaten el astillero con un pastizal público. Lo que no es de recibo es que lo hagan, impostando cabreo, representantes políticos que saben perfectamente que tal operación es del todo imposible. Y casi peor si no lo saben, lo que tampoco es descartable, dada la ignorancia enciclopédica acreditada por ciertos fans de los Simpson y otros voceros que creen que para conseguir lo que sea basta cerrar los ojos, desearlo muy fuerte y exigirlo amenazando con enfurruñarse mucho si no se satisfacen sus demandas.

Algún día superaremos este infantilismo reivindicador, pero en tanto lo hacemos, no queda otra que explicar con paciencia de profeta bíblico que al primer céntimo público que le cayera a la compañía, Europa saltaría al cuello y donde teníamos un problemón, tendríamos dos. Eso, por no hablar de las condiciones de la privatización que, como se ha repetido también hasta la saciedad, ponen en sánscrito cualquier intento de salvar la firma a cargo del presupuesto.

Y aquí es donde viene el definitivo baño de realidad. Porque una vez aclarado que no se puede, cabe preguntarse si se debe emplear paletadas de dinero de todos (la cifra sería estratosférica, además) para reflotar una firma que lleva tres decenios largos demostrando que es inviable por cuestiones puramente estructurales. Pregunten a los miles de trabajadores de las subcontratas, las sub-subcontratas, o las sub-sub-subcontratas, grandes olvidados y a la postre, verdaderos paganos de esta tragedia radiotelegrafiada.

Miénteme

La verdad y la política nunca se han llevado bien. Da igual las siglas o las presuntas ideologías en que nos fijemos, los discursos, las proclamas y hasta las actitudes llevan indefectiblemente cuarto y mitad de engañifa, de pose, de disimulo o de trile mezclado con trola. Nos mienten por principio y por sistema, incluso en los asuntos más triviales o cuando no sería necesario en absoluto. A veces, por pura inercia, simplemente porque han perdido la costumbre o la facultad de decir las cosas sin maquillarlas, sin reservarse una parte de la información por temor a que tarde o temprano pueda volvérseles en contra o porque mola sentirse dueño de un secreto, aunque sea una chorrada que no va a ningún sitio. Están convencidos de que el fin, sea el que sea, justifica los medios y nadie les va a apear de esa mula.

No, nadie, porque lo que he descrito es posible gracias a la complicidad —a veces, por omisión y desidia, pero en muchas ocasiones también por acción y convicción— de todo un cuerpo social que lo ampara y lo legitima. Nos quejamos mucho en la barra de un bar, en las encuestas del CIS y del Eukobarómetro o en columnas como esta, pero cuando llega la hora de contar las papeletas, resulta que, nombre arriba o abajo, acabamos renovando los mismos contratos. Aplicamos poco más o menos el mismo principio que la CIA con el dictador nicaragüense Somoza en los años 70: sabemos que esos a los que votamos son unos mentirosos, pero son “nuestros” mentirosos.

El resultado de esta connivencia sorda es que las mentiras crecen en tosquedad y ordinariez cada día. Un rescate del sistema bancario, que viene a ser como la quimioterapia más salvaje para el cáncer económico, nos lo hacen pasar por un motivo para dar saltos de alegría. Más cerca, unos multiplicadores de deudas por ocho que han dejado el bienestar en las raspas se ufanan de no haber tirado de tijera. La culpa será de quien se lo crea.

¿Confianza en España?

Si yo formara parte de esa macromafia que llamamos “Los Mercados” tampoco tendría la menor confianza en España. Hay dos o tres millones de motivos. Para empezar, no hay forma de concederle un átomo de credibilidad a una economía que no se apea ni a tiros del combinado de sol, ladrillo y pelotazo que se sacaron de debajo del cilicio los ministros opusianos de Franco hace medio siglo. Mira que con la pasta que ha dado la castiza fórmula en determinadas épocas ha habido oportunidades para probar otros caminos tal vez más laboriosos pero, por eso mismo, más sólidos. Pues no: balanza de pagos de mármol atornillada a las promociones inmobiliarias de suelo recalificado y, cómo no, el turismo, que ya decía Paco Martínez Soria que era un gran invento. Casi lloro cuando escuché al gran estadista Rajoy en su discurso de investidura anunciar un plan de difusión de la “sabrosa y variada” gastronomía española como arma definitiva para volver a llenar las arcas.

Esa es la famosa Marca España que con tanto orgullo y ardor han defendido hasta quienes sabían —¿Verdad, López y asesores de López?— que mundo adelante es considerada una especie de peste incurable… sencillamente porque lo es. Y lo es no sólo por el modelo que acabo de describir, sino por quiénes y cómo lo hacen funcionar: una casta endogámica de políticos y altos directivos de grandes corporaciones que cometen en comandita las trapacerías para, como es lógico, tapárselas igualmente en comandita.

Lo de Bankia es el mejor ejemplo. Su desastre es el combinado perfecto de ineptitud en la gestión —ni adrede se puede perder tanto dinero en tan poco tiempo—, manipulación de datos con la peor fe y ocultamiento continuado y mendaz de una situación que al estallar podía arrastrarlo todo, como de hecho ya lo está haciendo. Pero ya sabemos que nadie va a pagar por ello. Vuelvo al principio: ¿Quién quiere invertir un euro en una cloaca así?

Rescates

He probado leyendo, y nada. He probado preguntando, y tampoco. He probado imaginando, y ha sido divertido, aunque igualmente inútil. Arrojo, pues, la toalla y confieso enormemente avergonzado que no tengo ni la menor idea de cómo se rescata la economía de un Estado. Sí, claro, ya se que es cuestión de pasta -se “inyecta”, dicen- y hasta sospecho de dónde sale todo ese parné, que en realidad no son billetes, sino números con muchos ceros a la derecha. Donde me pierdo es en lo que pasa una vez que alguien toca el botón que da salida a todo ese chorro de dinero. ¿Llega a un número de cuenta? ¿Se reparte entre varios? ¿Y de ahí, a dónde va? Más importante: ¿Con eso se pasa el peligro? ¿Por cuánto tiempo?

Podría estar poniendo interrogantes hasta la columna del segundo martes del mes que viene, pero sospecho que sería un esfuerzo inútil. Cada gurú de la economía -eso ya lo he visto- tiene respuestas diferentes y contradictorias. El mismo sabio o la misma sabia, dependiendo de la hora del día y lo que marquen el Dow Jones, el Nikkei o el castizo Ibex, expedirán un diagnóstico o el contrario, argumentados ambos con idéntica convicción y siempre adornados con esa palabrería que al común de los mortales nos deja caras de vacas mirando al tren. Y ese es el drama, que el tren es el de la última película (o similar) de Tony Scott. Circula a toda mecha sin maquinista cargándose lo que encuentra a su paso. No se va a detener porque aquellos a los que votamos para que lo hicieran, no saben cómo frenarlo, aunque jamás lo confesarán. Por mal que vengan dadas, a ellos no les faltará la Visa Oro ni el chárter para ir a hacer footing a Seúl.

El capitalismo es historia

Desde el flanco izquierdo y en primera línea de peligro de ser arrollados, se le puede echar la culpa al malvado capitalismo. Tal vez sirva como pataleo para desfogarse, pero poco más. Ojalá el monstruo que nos devora el bolsillo se atuviera a las injustas pero comprensibles leyes de la plusvalía. Qué tiempos, aquellos en los que era tan fácil identificar al enemigo de clase.

Aquellos ricachos con sombrero de copa y frac lo eran porque comerciaban -o traficaban- con materias tangibles, contantes y sonantes. Y si invertían en bolsa, las acciones subían o bajaban siguiendo el ritmo real de negocios también reales. Hoy se compran y se venden números, puro humo. Ni siquiera sabemos quién pone el precio, pero sí que de tanto en tanto todo un Estado puede quedarse sin blanca para seguir jugando al Mononopoly. Y entonces, hay que rescatarlo, sea eso lo que sea

Los otros 267

Una de las razones por las que me hice periodista es la tremenda curiosidad que me despertaba lo que venía después del colorín-colorado de los cuentos infantiles. En mi precoz escepticismo, siempre sospeché que la parte de verdad interesante de esas historias empezaba, justamente, donde terminaba el relato canónico. Algo me decía que la vida conyugal de Blancanieves o Cenicienta con sus respectivos príncipes azules tenía mucha más miga que la fantasiosa precuela que había quedado impresa. El tiempo y el oficio me han demostrado, trasegando ya con hechos reales, que por bien que aparantemente se resuelvan, tarde o temprano a sus protagonistas felices se les atragantan -sigamos con el ripio- las perdices. Desde Gabino el de los catorce al profesor Neira, pasando por Ingrid Betancourt, es interminable la lista de los pasajeros de la felicidad que han acabado estrellados en el muro de la fama.

Pueden hacer sus apuestas. La mía es que los siguientes que van sin frenos directos al despeñadero de celebridades efímeras son los 33 mineros rescatados -por Dios en persona, según algunas versiones- del vientre de la mina de Atacama. Sorprende, en su caso, la celeridad con la que están pasando del gaseoso estado heroico a la plasmática condición de villanos, que al fin y al cabo es la más humana de todas. Aunque me emocioné tímidamente cuando supe que vivían y seguí con cierta atención su regreso a la superficie hasta que al sexto o séptimo empecé a sentirme Bill Murray en El día de la marmota, otra vez vuelvo a tener la impresión de que lo más noticioso arranca ahora.

Lo que nos hemos perdido

En esta ocasión, sin embargo, no me intriga tanto lo que pueda ocurrir en el futuro con los protagonistas del cuento de hadas. Llevamos vistas las suficientes ediciones de Gran Hermano u Operación Triunfo como para imaginar que, según la nariz del representante que se echen, unos se mantendrán un tiempo de reyecitos del mambo y otros inaugurarán antros o presentarán desfiles de moda de quinta. Nada que nos sorprenda. Me resulta mucho más interesante lo que iba sucediendo en los arrabales del milagro y no hemos sabido o querido ver.

Por de pronto, anteayer nos enteramos de que, además de los 33 sepultados, en la mina trabajaban otras 267 personas. No han cobrado un puñetero peso desde el derrumbe, hace más de dos meses largos. Para ellos no ha habido focos, ni palmaditas cómplices del campechano presidente Piñera. Gran paradoja, los técnicamente más fáciles de rescatar siguen atrapados… ¡en la superficie!