Uno tiene, señor Pastor, los complejos justos. No le habría dicho que no a diez o quince centímetros más —de estatura, se entiende—, ni a un careto un poco menos difícil que el que me tocó en el reparto, o a unos abdominales bien torneados en lugar de esta barriga cervecera en imparable expansión. Pero qué se le va a hacer, sobrellevo esas pequeñas frustraciones con la misma fórmula que usted emplea con sus tremebundas incoherencias ideológicas: pasándolas por alto. Cierto es que lo del cinismo es un arte y me quedan como dos o tres vidas para alcanzar su maestría en defender una cosa y exactamente la contraria con idéntica vehemencia y sin que le quite un segundo de sueño. Es la faena de tener conciencia. No me voy a extender en explicaciones, porque ahí sería usted quien necesitaría varias reencarnaciones para comprenderlo.
Me centro, por tanto, en lo de los complejos. Concretamente, en los identitarios, que eran los que asomaban en su tan célebre como innecesario tuit. Según su brillante teoría, todos aquellos que no desearon la victoria de España en la final de la Eurocopa eran una panda de pobres desgraciados merecedores de su condescendiente lástima. ¿No habíamos quedado en que nuestra patria era la Humanidad? ¿No se daba por supuesto que cualquier nacionalismo era un reduccionismo aldeano y ombliguista? Ya, claro, con una excepción, con “su” excepción.
Pues fíjese que yo no se la afeo ni se la censuro. Al contrario, defiendo y aplaudo su derecho a ser, sentirse y proclamarse español a voz en grito. Frente a la fuente de Cibeles o a la de la Plaza Elíptica de Bilbao. Si eso es lo que lleva dentro, no lo reprima. Muéstreselo al mundo con entusiasmo y orgullo. Pero guárdese su pena y su altanera indulgencia hacia los que no comparten su hondo vibrar en rojo y gualda. Soy consciente de que esto también le resulta completamente ajeno, pero existe algo, se lo juro, llamado respeto.