Cierto, qué gloria ha dado ver cómo iban desfilando estos días los que se consideraban intocables. Esas caras de funeral de tercera con rictus de no puede ser que me esté pasando a mi, ese pésimo perder en sus parraplas biliosas de despedida o ese rencor sulfuroso que han ido ladrando por los chaflanes han sido un regalo añadido a su propio desalojo. Incluso para los educados en no alegrarse del mal ajeno ni hacer leña del árbol caído ha resultado imposible no disfrutar, siquiera una migaja, del patético espectáculo de esta cofradía de poltroneros metafóricamente muertos. Ayudaba a no sentirse demasiado mezquino, también es verdad, saber que a muy buena parte de estos recién devenidos en zombies políticos les aguarda, como escribí el otro día, una bicoca mejor remunerada que la que perdieron en las urnas.
Déjenme, sin embargo, que en este punto vuelva blanda la columna y dedique las líneas que quedan a aquellos y aquellas que se van con una mano delante y otra detrás. Aunque les cueste creerlo, haberlos, haylos. De diferentes siglas, además, incluidas varias con las que no comulgo especialmente. Personas que, guiadas por unas ideas, abandonaron una vida más o menos llevadera por otra incierta, y en no pocos casos, peligrosa; tendemos a olvidarlo, pero las escoltas son de anteayer en este país. Con suerte, algunas podrán regresar, sudando para el reenganche, a sus antiguas ocupaciones. Otras quedarán a la intemperie, exactamente igual que tantísimos que han perdido un trabajo convencional. Quizá se pregunten si les mereció la pena haber dado aquel paso. Si soy sincero, no sé qué contestarles.