Igual a diestra que a siniestra, la mediocridad política se delata a través de la utilización de eslóganes de tres al cuarto y frasecillas hechas que, para colmo, ni siquiera son de elaboración propia. Apuesto la botella de licor de bellota de la cesta de navidad a que a Patxi López no se le ocurrió solo la gominola dialéctica ‘Derecho a convivir‘ que estos días anda regalando como aguinaldo a los buscadores de titulares facilones. Suena más bien a producto de sanedrín de asesores después del segundo gintonic o, como mucho, a hallazgo de algún parlamentario ensimismado bajando o subiendo Altube. Tanto da. Lo sustantivo es que ese presunto opuesto o antídoto al derecho a decidir no significa absolutamente nada. Es decir, nada aparte del autorretrato de quien echa mano de palabras de dos duros para combatir una idea profunda.
¿Merecerá la pena hacer el esfuerzo de explicar a mentes obtusas (o quizá obstruidas) que el derecho a decidir abarca en su amplitud conceptual el derecho a convivir? Se podría afirmar, incluso, que parte de ahí. Una convivencia sana, una que sea acreedora a tal nombre, solo se puede basar en la garantía de que la mayoría de la sociedad ha escogido consciente y voluntariamente el marco en el que se desenvuelve. Por lo menos, hasta el punto en que ello es posible en un mundo de interdependencias cruzadas donde la soberanía pura no existe ni siquiera para los estados que la tienen reconocida expresamente.
Impedir que se ejerza la facultad de escoger libremente lo que se quiere ser es lo que descuajeringa la tan cacareada convivencia. Es de cajón: una ciudadanía se encabrona creciente y progresivamente al sospechar —o comprobar— que está sometida a los deseos de una minoría. Si la única opción que se les da a los que son más es joderse y bailar bajo el pretexto de una paz social que solo es la de los que salen favorecidos, lo normal es que se líe parda. Por ahí vamos.