Participación

Dice más bien poco de la calidad de la mercancía que consumíamos hasta ahora que a la democracia hayamos tenido que calzarle un apellido —participativa— para que su significado vuelva a ser el que tuvo el término cuando salió del paritorio en algún lugar de esa Grecia hoy descascarillada. La finta lingüística viene a ser como si habláramos de agua mojada o de rueda redonda, una obviedad como la copa de un pino ni siquiera justificable como recurso literario. ¿Acaso puede haber democracia sin participación?

Quienes se han tragado a Locke, Hobbes, Rousseau, Max Weber y el resto de la alineación titular del temario de Historia del Pensamiento Político me dirán que el doble etiquetado es para que se distinga claramente de otro producto de la misma gama, la democracia representativa. Y sí, con los manuales en la mano, llevan razón. De hecho, es ese sucedáneo el que se dispensa obligatoriamente en todos los regímenes del orbe que se dicen sustentados en la voluntad y/o la soberanía popular. Nos dejan (leyes de partido aparte) elegir a los cocineros, pero luego no se nos permite meter mano en la carta. Allá nos jorobemos si el vegetariano al que creímos votar nos pone callos a la madrileña como menú único.

Podemos protestar por el trile del que hemos sido víctimas, pero tal vez no debamos hacerlo en voz demasiado alta. Buena parte de la culpa es nuestra, que hemos sucumbido a la comodidad del mecanismo amañado. Metemos cada equis una papeleta en una urna y nos dejamos gobernar. Con derecho a pataleo, faltaría más, pero mansamente. ¿Cuántos ciudadanos van a los plenos de sus ayuntamientos a levantar la mano y poner en un brete a los electos? Tres mal contados, como se está comprobando en las sesiones abiertas de Donostia. Si nos cuadra, hasta evitamos acudir a las reuniones de escalera. Luego, claro, echamos las muelas por la derrama aprobada sin nuestro voto. Ahí nos las dan todas.

Demócratas en apuros

Menuda birria de régimen, estructura, sistema o lo que sea, que se pone a hipar y temblequear porque una parte infinitesimal de la plebe se ha echado a la calle y una fracción aun menor da rienda suelta a sus garrulos instintos violentos. “Democracia amenazada, secuestrada, asaltada, violentada, mancillada”, se rasgan las túnicas con gesto entre digno y espantado los que viven en los apartamentos de lujo del edificio constitucional, ese búnker que tiene reservado el derecho de admisión. Si reaccionan así ante cuatro vistosos pero inofensivos episodios de pimpampum, ¿qué harían ante una revolución de verdad, con todos sus sacramentos?

De sobra saben que, si alguna vez lo hubo, ya pasó el riesgo de que ocurra algo así en estas latitudes. Por eso se entregan a la fantasía apocalíptica de convertir en insurrección popular lo que apenas llega a mínimo y justísimo pataleo de quienes están hasta las pelotas de palmar siempre en una timba que, en buena parte de los casos, ni han elegido jugar. Y si no tuvieran tanta querencia y tanto interés por la exageración, deberían estar agradecidos de que la cosa se vaya a quedar en un sucedido del que podrán fardar ante sus nietos. El Ismael Serrano del futuro cantará: “Abuelo, cuéntame otra vez ese cuento tan bonito de las piedras, los Mossos y los helicópteros llevándote al Parlament”.

Que no, que aquí no hay ninguna democracia en peligro y menos, en la acepción en que emplean tan polisémica palabra los que se la han quedado en propiedad. Muchos de ellos (no diré que todos, porque cualquier generalización es odiosa) llaman democracia al cómodo machito en el que se han subido. Es eso que permite que nulidades que no distinguen el IPC o el PIB de un chupachups cobren seis mil y pico euros al mes por apretar un botón. Ayer vi a uno así poniendo a caldo en un foro de internet a los que protestaban en la calle y me lancé al teclado a escribir esta columna.