Perdonen que haga oposiciones a hereje, pero empezaré señalando que las denominaciones de origen y similares (me da igual locales, cercanas o exóticas) son un engañabobos con balcones a la calle. O autoengañabobos, si quieren que sea más preciso y, me temo, más candidato a la hoguera. Y cualquiera con paladar puede certificarlo —elijo este verbo a la mala leche— simplemente comparando productos bendecidos con el mismo marchamo. Siento la crudeza, pero hay vinos de cualquiera de las tres demarcaciones contempladas bajo el paraguas de Rioja, incluida la que nos es más querida, de una ramplonería atroz. Otros, sin embargo, son ambrosía pura. Y ojo, que la diferencia no siempre está en el precio de venta al público, porque ahí también funciona el esnobismo cateto que es un primor.
Esto vale (mira que me gustan los charcos) para los caldos, los quesos, los pimientos del piquillo, las guindillas, los espárragos o lo que se tercie. Más allá de que hayan sido producidos en el mismo terruño, los hay excelentes, regulares o rematadamente malos. Quizá la calificación debería atender a lo que manda la etimología de tal palabra: a la calidad. Y a partir de ahí, solo puedo exhibir una sonrisa cínica ante lo que la prensa del ultramonte presenta estos días como un ataque del expansionismo vascón a la santa unidad de la denominación Rioja. Da igual dejarse la garganta explicando que nadie quiere romper nada. Se trata de algo tan primario y razonable como explicitar el origen de los vinos, algo que debería ser no ya recomendable sino obligatorio en todos los productos que llegan nuestra mesa. Pero mola más vestirlo de bronca identitaria.