¡Viva el vino! (Otra vez)

El gobierno español tiene una prodigiosa habilidad para meterse en jardines embarrados. O para provocar estériles grescas de diseño a las que la derecha política, mediática y sociológica entra con indisimulada delectación. Y miren, esta vez no ha sido Alberto Garzón, que andaba el hombre firmando un convenio con la industria juguetera para que se evitara identificar el rosa con los productos destinados a las niñas y se ha librado de los coscorrones correspondientes porque el ministerio de Sanidad había pisado un charco más goloso. Con la torpeza comunicativa habitual, o quizá con intención de globo sonda, que todo es posible, el negociado de Carolina Darias se encaramó a los titulares anteayer no queda muy claro si por haber prohibido o solo recomendado a los hosteleros que eliminaran el vino y la cerveza de los menús del día.

Dirán ustedes, y yo lo suscribo, que la diferencia de matiz entre prohibir y recomendar es decisiva en el caso que nos ocupa. Pero es que, como esto es un juego de pillos en el que todas las partes quieren pescar, no hay modo de saber cuál fue la intención original. Conociendo un poco el paño del gabinete de trileros de la comunicación, sospecho que se trataba de ninguna de las dos cosas y todo al mismo tiempo. Si colaba prohibir, prohibían. Si, como ha sido el caso (y era del todo previsible), se montaba una zapatiesta del quince, entonces se ponía cara de yonofui y se agarraba el comodín de la recomendación al tiempo que se denunciaba no sé qué tergiversación. Todo, como viene pasando desde siempre, por no ser capaz de tomar por los cuernos el toro del alcohol en nuestra sociedad.

La artificial batalla del vino

Perdonen que haga oposiciones a hereje, pero empezaré señalando que las denominaciones de origen y similares (me da igual locales, cercanas o exóticas) son un engañabobos con balcones a la calle. O autoengañabobos, si quieren que sea más preciso y, me temo, más candidato a la hoguera. Y cualquiera con paladar puede certificarlo —elijo este verbo a la mala leche— simplemente comparando productos bendecidos con el mismo marchamo. Siento la crudeza, pero hay vinos de cualquiera de las tres demarcaciones contempladas bajo el paraguas de Rioja, incluida la que nos es más querida, de una ramplonería atroz. Otros, sin embargo, son ambrosía pura. Y ojo, que la diferencia no siempre está en el precio de venta al público, porque ahí también funciona el esnobismo cateto que es un primor.

Esto vale (mira que me gustan los charcos) para los caldos, los quesos, los pimientos del piquillo, las guindillas, los espárragos o lo que se tercie. Más allá de que hayan sido producidos en el mismo terruño, los hay excelentes, regulares o rematadamente malos. Quizá la calificación debería atender a lo que manda la etimología de tal palabra: a la calidad. Y a partir de ahí, solo puedo exhibir una sonrisa cínica ante lo que la prensa del ultramonte presenta estos días como un ataque del expansionismo vascón a la santa unidad de la denominación Rioja. Da igual dejarse la garganta explicando que nadie quiere romper nada. Se trata de algo tan primario y razonable como explicitar el origen de los vinos, algo que debería ser no ya recomendable sino obligatorio en todos los productos que llegan nuestra mesa. Pero mola más vestirlo de bronca identitaria.