La artificial batalla del vino

Perdonen que haga oposiciones a hereje, pero empezaré señalando que las denominaciones de origen y similares (me da igual locales, cercanas o exóticas) son un engañabobos con balcones a la calle. O autoengañabobos, si quieren que sea más preciso y, me temo, más candidato a la hoguera. Y cualquiera con paladar puede certificarlo —elijo este verbo a la mala leche— simplemente comparando productos bendecidos con el mismo marchamo. Siento la crudeza, pero hay vinos de cualquiera de las tres demarcaciones contempladas bajo el paraguas de Rioja, incluida la que nos es más querida, de una ramplonería atroz. Otros, sin embargo, son ambrosía pura. Y ojo, que la diferencia no siempre está en el precio de venta al público, porque ahí también funciona el esnobismo cateto que es un primor.

Esto vale (mira que me gustan los charcos) para los caldos, los quesos, los pimientos del piquillo, las guindillas, los espárragos o lo que se tercie. Más allá de que hayan sido producidos en el mismo terruño, los hay excelentes, regulares o rematadamente malos. Quizá la calificación debería atender a lo que manda la etimología de tal palabra: a la calidad. Y a partir de ahí, solo puedo exhibir una sonrisa cínica ante lo que la prensa del ultramonte presenta estos días como un ataque del expansionismo vascón a la santa unidad de la denominación Rioja. Da igual dejarse la garganta explicando que nadie quiere romper nada. Se trata de algo tan primario y razonable como explicitar el origen de los vinos, algo que debería ser no ya recomendable sino obligatorio en todos los productos que llegan nuestra mesa. Pero mola más vestirlo de bronca identitaria.

Francamente antivasco

Duda metódica o, mejor expresado, sobre el método: ¿escribir tres columnas en diez días sobre el mismo asunto no es excesivamente reiterativo? Seguramente sí, y en otras circunstancias no lo haría, pero conozco con bastante precisión el mecanismo del sonajero. Los promotores sistemáticos de odio siempre juegan la baza del agotamiento de quienes los denuncian. Piensan, y generalmente aciertan, que su contumacia le da sopas con honda a la capacidad de resistencia de sus opositores. Son como esos cabrones que en la carretera se saltan los Stops sabiendo que serán los demás los que frenen por la cuenta que les trae.

Pues esta vez, este humilde utilitario hecho de palabras acelera y le saca el dedo por la ventanilla al que habría sido perfecto jefe local del Movimiento en La Rioja. Pedro Sanz es, sin lugar a matices, un canalla. No tengo que ir al Aranzadi para cercionarme de que la afirmación no es materia querellable. Me basta el diccionario de esa lengua cuyos primeros vestigios escritos están en sus despóticos dominios. “Gente baja, ruin”, anota la primera acepción. “Persona despreciable y de malos procederes”, afina la tercera. Y hay una segunda que alude etimológicamente a una muchedumbre de perros; esta la descarto porque ya quisiera el oberfhürer de Igea tener la mitad de nobleza que un chihuahua. Que algún perito en epítetos me diga si las otras definiciones no son un retrato —incluso corto— de quien se permite jugar con la salud y la vida de los residentes al otro lado de su taifa.

Lo hace, qué gracia, armado de un etnicismo identitario que siempre nos empluman a los de un poco más arriba. Hasta al Consejero de Sanidad del Gobierno López, el tibio Rafael Bengoa, se le han hinchado las narices y lo ha tildado de “francamente antivasco”. La impotencia que denota esa expresión es tan atronadora como el silencio cómplice de Antonio Basagoiti, conmilitón del satrapilla Sanz.

El Gandhi de Oion

Otro más para el martirologio. Rubén Garrido, enfermero, alcalde de Oion y militante del PP, ha levantado un campamento (talla monoindignado) frente a la sede del Gobierno de La Rioja, ese chorretón incomprensible que cayó al mantel en el tiempo del café para todos. Desafiando el aroma de las chuletillas al sarmiento que suele transportar el aire del lugar, el comprometido edil guardará ayuno riguroso en señal de protesta por la negativa de la sanidad riojana a dar árnica, clamoxiles y juanolas a sus convecinos, que en su condición de riojanoalaveses, llevan el estigma del vascón.

No digo que su gesto no esté alimentado (uy, perdón; qué verbo más desafortunado) por las más nobles intenciones. Sin embargo, sería más fácil creerlo y hasta sentir un culín de empatía si el calendario no señalase que el domingo toca echar la papeleta. El lunes, el Gandhi oiondarra tendrá exactamente los mismos motivos que ayer para darse a la abstinencia reivindicativa. Por lo demás, es discutible que haya escogido el mejor sitio para plantarse. ¿Por qué no frente la Diputación de Araba, gobernada por el silente popular Javier De Andrés? ¿Qué tal junto a la sede central de la sucursal autonómica de su partido en Bilbao o, más efectista todavía, en las inmediaciones del domicilio particular de Antonio Basagoiti, que tiene exabruptos para todo el mundo menos para su conmilitón y pachá de la comunidad aledaña, Pedro Sanz?

Demasiado cómodo, aguerrido alcalde, hacer como que esto sólo es un conflicto interinstitucional y pedir que lo resuelva el maestro armero, llámese López o Pajín, cuando también tiene mucho —es decir, debería tener— de bronca de partido. Si su formación tuviera una quinta parte del sentido de la responsabilidad que le exige a los demás, hace tiempo le habrían soltado cuatro frescas al caciquillo Sanz para que deje de explotar de una puñetera vez su contumaz y rentable obsesión antivasca.