Jaque a la DYA

Esas casualidades tan reveladoras. Rafael Bengoa ficha como vicetiple para la septuagesimoquinta línea de coro de la administración Obama al mismo tiempo que los papeles que lo festejan dan cuenta de su (pen)último servicio al frente de departamento de Sanidad del Gobierno López. Solo o en compañía de otros se las ha arreglado para clavar un estoque de muerte a la DYA. Sí, una organización muy querida y todo eso, pero ya aprendimos en El Padrino que los afectos ni pueden ni deben interferir con los negocios. Y también aprendimos que, llegado el momento del matarile, debía parecer un accidente.

En este caso, la fórmula elegida para disimular el crimen ha sido —de qué nos sonará— un concurso público. ¿Hay algo menos censurable? Un pliego de condiciones debidamente publicitado, un plazo para la presentación de ofertas y, como broche, la resolución final, basada en criterios escrupulosamente cuantitativos. La plica más baja se queda con el lote a subasta en presencia de luz y taquígrafos. Puro ejercicio de la responsabilidad gobernante, la transparencia (ejem) y la igualdad de oportunidades. Se antoja difícil encontrarle un pero a tal proceder, ¿verdad?

Pues según y cómo. Aparte del millón de modos de apaño que hemos visto y habremos de ver, ocurre que no todo debería regirse por la ley del mejor postor. No es igual licitar el suministro de material de papelería que adjudicar el servicio de ambulancias para la atención de emergencias. La diferencia nada pequeña y fácilmente comprensible está en las vidas en juego. Tal cual suena, vidas.

Nadie pone en duda que la empresa que se ha llevado la concesión resulte, mirando solo el parné, un chollo en comparación con la oferta de la DYA. Nos podrán demostrar que en términos fría e inhumanamente mercantilistas, era la opción más barata. Difícilmente nos convencerán, sin embargo, de que es la mejor. No para nuestra seguridad, por lo menos.

Ir a pillar

Como sabe cualquiera que haya participado en una, las ofertas públicas de empleo son una especie de yincana salvaje. Empiezan con la ingestión intensiva y acrítica de conocimientos —nueve de cada diez, inútiles— constituidos en temario, siguen con un bingo caprichoso disfrazado de examen tipo test y, si se pasa el corte, culminan rascando decimales a base de méritos tan diversos como arbitrarios. A veces, para joder un poco más, se incluye esa inconmensurable tomadura de pelo llamada psicotécnico que consiste en adivinar si a un cuadrado le sigue un triángulo, un círculo o la madre que lo parió, que suele ser la respuesta correcta. Atravesadas todas esas pantallas del videojuego, llega el momento de descubrir, como en el viejo Un, dos, tres, si te ha tocado el apartamento —el curro para toda la vida— o tienes que conformarte con la vaca, que en este caso es entrar en las listas de sustituciones.

Aunque sueñan con el premio gordo, quienes se presentan a las especialidades masivas (enfermería, auxiliares, celadores) de la OPE de Osakidetza aspiran, en realidad, al de consolación. Estar en un puesto medio o alto de la bolsa de trabajo equivale a la perspectiva más o menos razonable de encadenar contratos de dos meses, una semana o tres días y, mal que bien, ir tirando hasta la próxima convocatoria de plazas. Lo malo es que probablemente no haya otra en mucho tiempo. Y es ahí donde se torna en escabechina la decisión de los supertacañones de Bengoa de poner un examen trufado de tramposas preguntas sobre derecho para aligerar el número de candidatos que pasan a la siguiente fase.

Centenares de personas que vivían en el filo de la interinidad han sido definitivamente eliminadas del cruel juego. De un rato para otro, ya no sirven para suturar una herida o poner un termómetro, aunque lleven años haciéndolo. Y todo, porque como dicen con razón, han ido a pillarlas. Descaradamente, además.

Por un puñado de céntimos

Como las arcas de la Autónoma Comunidad están a reventar y el que diga lo contrario es un antipatriota, al consejero Bengoa no le llegaba el estetoscopio al cuello y andaba viendo de dónde se podía rascar para que la ex-joya sanitaria no acabara definitivamente en bisutería chungalí. Descartada la opción de sacar a la venta camisetas, pins y llaveros con el lema “Yo (corazoncito) Osakidetza”, busca que te busca una solución, el Galeno Mayor de Patxinia fue a toparse con ella un día que estaba dando de beber a su (seguramente modesto) utilitario. Qué cosa, oye, las gasolineras, que encuentras de todo, desde una baguette escuchimizada a musicassettes de Los Chichos y Camela, pasando por la salvación del sistema público vasco de Salud.

Desde luego, la idea, que ya ha funcionado por ahí con desigual fortuna, es de Nobel de Economía o, como poco, de Veterinaria. Se trata de poner en práctica el legendario “tacita a tacita” de los anuncios de café de Carmen Maura o si lo prefieren, la sabiduría de mi abuela Onésima cuando se agachaba a recoger dos reales: un grano no hace granero, pero ayuda al compañero. Pues lo mismo, pero traducido a céntimos multiplicados por litros de carburante. ¿Al precio que va el caldo, qué más le da a usted, hombre o mujer de Dios, que le claven un euro y cincuenta que un euro y cincuenta y uno? Ni lo va a notar, y menos, si paga con tarjeta o si siempre echa, supongamos, diez o veinte euros. Está todo pensado.

¿Qué, ya le van a encontrar pegas? ¿Que al cabo del año es un pico y para transportistas, un sablazo del quince? ¿Que no acaban de ver por qué los que no conducen van a aportar menos a la hucha para boticas? No den ideas, que esto del céntimo adosado es muy flexible, y lo mismo se puede aplicar a las rondas de potes, las raciones de rabas, las llamadas de móvil o las entradas de fútbol, que de eso no se quejan tanto, so insolidarios. Aflojen el bolsillo.

Francamente antivasco

Duda metódica o, mejor expresado, sobre el método: ¿escribir tres columnas en diez días sobre el mismo asunto no es excesivamente reiterativo? Seguramente sí, y en otras circunstancias no lo haría, pero conozco con bastante precisión el mecanismo del sonajero. Los promotores sistemáticos de odio siempre juegan la baza del agotamiento de quienes los denuncian. Piensan, y generalmente aciertan, que su contumacia le da sopas con honda a la capacidad de resistencia de sus opositores. Son como esos cabrones que en la carretera se saltan los Stops sabiendo que serán los demás los que frenen por la cuenta que les trae.

Pues esta vez, este humilde utilitario hecho de palabras acelera y le saca el dedo por la ventanilla al que habría sido perfecto jefe local del Movimiento en La Rioja. Pedro Sanz es, sin lugar a matices, un canalla. No tengo que ir al Aranzadi para cercionarme de que la afirmación no es materia querellable. Me basta el diccionario de esa lengua cuyos primeros vestigios escritos están en sus despóticos dominios. “Gente baja, ruin”, anota la primera acepción. “Persona despreciable y de malos procederes”, afina la tercera. Y hay una segunda que alude etimológicamente a una muchedumbre de perros; esta la descarto porque ya quisiera el oberfhürer de Igea tener la mitad de nobleza que un chihuahua. Que algún perito en epítetos me diga si las otras definiciones no son un retrato —incluso corto— de quien se permite jugar con la salud y la vida de los residentes al otro lado de su taifa.

Lo hace, qué gracia, armado de un etnicismo identitario que siempre nos empluman a los de un poco más arriba. Hasta al Consejero de Sanidad del Gobierno López, el tibio Rafael Bengoa, se le han hinchado las narices y lo ha tildado de “francamente antivasco”. La impotencia que denota esa expresión es tan atronadora como el silencio cómplice de Antonio Basagoiti, conmilitón del satrapilla Sanz.

Gruponoticitis aguda

En Nueva Lakua empieza a cobrar dimensiones de epidemia una peculiar urticaria que cursa en los afectados, no ya tras la ingesta o el contacto, sino con la simple mención de cualquiera de los cuatro diarios del Grupo Noticias o de su emisora, Onda Vasca. La dolencia, que podríamos bautizar como gruponoticitis, es del conocimiento, como poco, del médico que atiende a la consejera de Cultura, Blanca Urgell. De hecho, fue la propia interesada la que contó, haciendo uno de esos chistes para los que está tan escasamente dotada, que el galeno le había prescrito abstenerse tanto de la lectura de los tóxicos periódicos como de la audición de la altamente nociva radio. Es de imaginar que, a modo de tratamiento compensatorio, se le recomendase atiborrarse de dulces grageas de las farmacias comunicadoras amigas.

Aunque aún no parece tenerla diagnosticada (en casa del herrero, ya saben), el titular de Sanidad, Rafael Bengoa, manifiesta alguno de los síntomas de la patología, mayormente, una oclusión selectiva de las vías informativas. Quedó patente anteayer, cuando ante la queja de una representante del PNV por no recibir de su departamento la documentación que se facilita a otros grupos, el aludido se defendió así: “¿Qué me haría pensar que si nosotros les enviamos este documento una semana antes, no aparece una noticia negativa en su periódico favorito dos días antes?”

Como se ve, el trastorno lleva aparejados un ensanchamiento del morro y un endurecimiento del rostro de considerables proporciones. Con un par, el titular de una cartera gubernamental se jacta en sede parlamentaria de dar o quitar la información según le sale de la sobaquera. Para los mansos y adictos, grifo abierto; a los que le alborotan el patio, ni las raspas. Lo tremendo es que ese principio rige en todas y cada una de las ventanillas del ejecutivo López. Ni caso. A pesar de su gruponoticitis aguda, seguiremos informando

Réquiem por la Sanidad Pública

Entre 20 y 26 días para ser atendido en una consulta especializada. Sobre 40 para pruebas o análisis con cierta complejidad. 60 antes de pasar por el quirófano. Cuarto de hora arriba o abajo, las cifras son similares en Osakidetza u Osasunbidea y, una vez más, son medias, o sea, mentiras difrazadas de verdad. Sólo hay que poner la antena en la cola de cualquier ambulatorio para comprobar cómo hay volantes que se dan para dentro de dos, cuatro o seis meses, y no son precisamente para revisiones rutinarias. Ya ni siquiera nos asombramos. Anotamos la lejana fecha con resignación y, tirando de humor negro, nos preguntamos si seguiremos vivos cuando nos toque. Muchos llegan. Es un alivio saberlo.

Tampoco parece que Rafael Bengoa o María Kutz, responsables de la cosa sanitaria en la CAV y la Comunidad Foral, respectivamente, pierdan muchas horas de sueño por esas espadas de Damocles con que conviven sus administrados. Primero, porque ambos son médicos y, como tales, han aprendido a poner distancia con el sufrimiento del paciente que, en su ignorancia, no sabe si ese bultito es un inocente acúmulo de grasa o un tumor en toda regla. Segundo, porque tienen la certeza de que si les pasa algo a ellos, no van a tener que ponerse los últimos de la fila para ser atendidos, y no necesariamente en el sector público. Y tercero, porque como he escrito tantas veces aquí, los seres humanos convertidos en estadísticas no provocan mayores problemas de conciencia. Reducidos a la condición de decimales somos muy manejables.

Morir de éxito

De todos modos, sería muy simplista cargar todo el mochuelo a los actuales titulares de nuestros sistemas sanitarios. En el caso de Bengoa, que es el que más conozco, basta con apuntar que en apenas año y medio ha pasado de gran esperanza blanca a mediano gestor gris, con sombra de sospecha incorporada, de propina. No recibió la mejor de las herencias, desde luego, pero es un hecho que bajo su bisturí el paciente a su cargo ha empeorado notablemente y se podrá dar con un canto en el fonendo si no tiene que firmar su certificado de defunción o, como poco, diagnosticarle el estado de coma vegetativo.

Insisto en que ni él ni Kutz son los únicos culpables. La Sanidad Pública camina al galope hacia la extrema unción. ¿Cómo es posible que eso ocurra, cuando hace tres días era nuestro gran orgullo? Pues, probablemente, por eso mismo. A Rocío Jurado se le rompió el amor de tanto usarlo, y a nosotros se nos ha hecho trizas el sistema común de salud de usarlo tanto y tan mal.