Un restaurante de Bilbao ha conseguido su cuarto de hora de fama y su publicidad gratuita porque, por lo visto, es el primero de la Villa —no sé si de Euskadi o incluso del Estado— que prohíbe la entrada de niños. O para ser más exactos, de menores de 18 años, que no es lo mismo. La justificación del responsable de marketing del local va de lo medianamente lógico a lo peregrino. Por un lado, se supone que se pretende crear un ambiente donde los adultos estén cómodos y, en el doble tirabuzón final, se arguye que los sabores de su carta seguramente no son aptos para paladares infantiles. Como excusatio non petita, se añade que el mismo grupo posee otros establecimientos específicamente dedicados a las familias en los que las criaturas son recibidas con los brazos abiertos.
Si me preguntan qué hay de malo en la iniciativa empresarial en cuestión, les diré que, en principio, nada. Otra cosa es que mi imaginación vuele y les plantee directamente a ustedes qué nos parecerían otras limitaciones de edad. Fíjense que no lo voy a poner fácil preguntando si sería lícito o moralmente defendible un restaurante que no admitiera mujeres, personas LGTBI o inmigrantes. Qué va. Centrémonos solo en los calendarios vividos. Me consta que hay tasqueros que echan las muelas porque en sus garitos se apalancan abuelos y abuelas que pasan la tarde entera consumiendo un café con leche y, además de espantarles otro tipo de clientela, no les salen nada rentables. ¿Sería admisible que impidiesen el acceso a mayores de 65 años? Si nos parece que no, ¿por qué, sin embargo, le encontramos una lógica al veto a los niños?