Será porque coleccionamos traumas infantiles no superados o por ingratitud pura y dura, pero cada vez que andamos necesitados de chivos expiatorios, los buscamos de oferta en las aulas. Da igual la cuestión de que se trate; tirando del hilo de cualquier miseria o vergüenza de la sociedad acabamos embarrancando en la tarima. Los chicles pegados en el asfalto, los bandarras que se saltan stops, los políticos que se lo llevan crudo, los verracos que dan fuego al cajero donde duerme un indigente… De todo eso tiene la culpa la Educación. No la que se supone que se recibe en casa, la que se rasca en la calle o la que nos rocían como al despiste los medios de comunicación. Esas se obvian. En nuestro reduccionismo facilón y comodón, la palabra nos remite en dirección única a la escuela, al instituto o a la universidad.
Por si no fuera suficiente con acarrear ese baldón de serie, en este inicio de curso a las y los docentes, que nacieron para martillo, les están cayendo clavos del cielo. Sí, son los recortes de los que no hay cristiano ni pagano que se libre, pero en su caso, embadurnados de recochineo y demagogia. Los de la tijera saben perfectamente que en la calle tiene muy buena venta lo de apretar las tuercas a esa supuesta panda de vagos que ensartan tres meses de vacaciones y se pasan el resto del tiempo durmiendo la siesta en el despacho.
Allá cada cual si compra esta mercancía trampeada, pero nadie venga luego cantando las mañanas a una “enseñanza de calidad” (pronúnciese la d como si fuera una z) o a la pendeja “excelencia” que tan bien queda en los discursos aunque en la realidad ni esté ni se la espere. Un respeto para los jornaleros de la tiza. Medio segundo para pensar si están pidiendo la luna y cuatro estrellas o, simplemente, que dejen de tocarles los currículos. ¿Que tendrán que sacrificarse como todo quisque en la escabechina presupuestaria? Por supuesto, pero no más.