Unai y tantos más

Como casi siempre les vengo con el morro arrugado y el zurriago en ristre, creo que se merecen una columna blandita. La que me dispongo a escribir tiene, si quieren buscarlas, varias moralejas. Por ejemplo, que a pesar de que las redes sociales son un inmenso estercolero, de cuando en cuando te regalan momentos que valen su peso en platino. Pero no me adelanto. Voy por orden.

Todo empezó con una historia que le birlé a mi mujer. Fue ella la que me contó, cerca del entusiasmo, cómo en el metro había escuchado una conversación entre una chavala y dos chavales. Por lo visto, acababan de aprobar lo que seguiremos llamando Selectividad y hablaban de sus planes de futuro. Pronto apareció en la charleta un tal Unai, profesor de Filosofía, del que se deshicieron en incontables elogios. Se notaba que estaban realmente agradecidos, no porque les había facilitado el aprobado, sino porque con él habían aprendido mucho. “¡Con lo difícil que es hacer atractiva esa asignatura!”, remató uno de ellos.

Un impulso me llevó a Twitter. Necesitaba que esas palabras llegaran a su destinatario. Gracias a la multiplicación del mensaje, pronto quedó claro que el elogiado no podía ser otro que Unai Cabo, profesor del Colegio El Regato, en Barakaldo. Pudimos charlar con él en Euskadi Hoy de Onda Vasca, y varios medios —conste mi agradecimiento a El País y EITB— difundieron el feliz episodio, mientras quintales y quintales de usuarios de Twitter, Facebook o Instagram lo acompañaban con comentarios llenos de emoción. Mi conclusión es que Unai es un tío grande que representa a las y los miles de docentes que cambian la vida de sus alumnos.

Jornaleros de la tiza

Será porque coleccionamos traumas infantiles no superados o por ingratitud pura y dura, pero cada vez que andamos necesitados de chivos expiatorios, los buscamos de oferta en las aulas. Da igual la cuestión de que se trate; tirando del hilo de cualquier miseria o vergüenza de la sociedad acabamos embarrancando en la tarima. Los chicles pegados en el asfalto, los bandarras que se saltan stops, los políticos que se lo llevan crudo, los verracos que dan fuego al cajero donde duerme un indigente… De todo eso tiene la culpa la Educación. No la que se supone que se recibe en casa, la que se rasca en la calle o la que nos rocían como al despiste los medios de comunicación. Esas se obvian. En nuestro reduccionismo facilón y comodón, la palabra nos remite en dirección única a la escuela, al instituto o a la universidad.

Por si no fuera suficiente con acarrear ese baldón de serie, en este inicio de curso a las y los docentes, que nacieron para martillo, les están cayendo clavos del cielo. Sí, son los recortes de los que no hay cristiano ni pagano que se libre, pero en su caso, embadurnados de recochineo y demagogia. Los de la tijera saben perfectamente que en la calle tiene muy buena venta lo de apretar las tuercas a esa supuesta panda de vagos que ensartan tres meses de vacaciones y se pasan el resto del tiempo durmiendo la siesta en el despacho.

Allá cada cual si compra esta mercancía trampeada, pero nadie venga luego cantando las mañanas a una “enseñanza de calidad” (pronúnciese la d como si fuera una z) o a la pendeja “excelencia” que tan bien queda en los discursos aunque en la realidad ni esté ni se la espere. Un respeto para los jornaleros de la tiza. Medio segundo para pensar si están pidiendo la luna y cuatro estrellas o, simplemente, que dejen de tocarles los currículos. ¿Que tendrán que sacrificarse como todo quisque en la escabechina presupuestaria? Por supuesto, pero no más.