Belén, la ‘Tiktoker’ amada y odiada

Nunca disimularé mi condición de tipo simple y primario. De esos que dejan caer una lagrimita con lo que el grandioso Chaves Nogales —¡Lo que le habrían llamado hoy!— definía como “Historias para porteras”. No uno, sino dos o hasta tres goterones de agua salada brotaron de mis ojos viendo cómo la tiktoker (yo tampoco sé muy bien qué es eso) gasteiztarra Belén Santos, alias Belu, en su condición de dependienta de una tienda de chuches, había entablado relación con niño sordo.

Seguro que ya están al cabo de la calle, pero por si no fuera así, les hago un breve resumen. A la tienda donde trabajaba Belén llegó un día un crío de siete años con aspecto de afecto huidizo. Cuando ella se dio cuenta de que el chaval no oía, le dio por aprenderse unas cuantas expresiones en lengua de signos. Tan básico como emotivo. La narración de la joven fue directa a la fibra sensible de quienes, como servidor, necesitamos un contrapeso de humanidad en este mundo lleno de egoísmo y maldad. Algunas figuras de renombre, como la periodista Ana Pastor o la actriz Candela Peña, contribuyeron a difundir la maravillosa a la par que sencilla historia, que tardó un puñado de horas en convertirse en lo que hoy llamamos viral. Y eso fue bueno, porque millones de personas tuvieron acceso al gesto de la vendedora de gominolas. Pero también fue regular o malo, puesto que no tardaron ni un segundo en aparecer los escocidos guardianes de la ortodoxia a dictaminar que Belén era una farsante que, valiéndose de su atractivo físico, buscaba fama fácil a costa de “un pobre discapacitado”. Dan pena. Y quizá algo peor.

Twitter, qué asco más rico

El hombre más rico del mundo, un sudafricano excéntrico y ególatra que atiende por Elon Musk, se ha comprado Twitter por la bonita suma de 44.000 millones de euros. Lo ha hecho, sin más y sin menos, porque se lo puede permitir. Ya, pero, ¿con qué fin? Pues esa es la madre del cordero. Ahora mismo hay casi tantas teorías al respecto como usuarios activos de la cosa esa del pajarito azul, que son 330 millones en todo el planeta. Ese dato, de entrada, nos sirve, para saber, mediante una simple división, que el tipo ha pagado 133 euros por cada uno de los que hacemos uso del artilugio. No sé decirles si somos un chollo o salimos por un ojo de la cara, pero sí soy capaz de ver que mientras sigamos voluntariamente alimentando el invento, tendremos que asumir que nuestra condición no es la de clientes sino la de productos sometidos a compraventa.

Ahí es donde termina de interesarme, salvo como mera curiosidad, lo que pretenda hacer o dejar de hacer el megamillonario con el juguete recién adquirido. Imagino que no va a ser nada mucho mejor pero tampoco peor que lo que han venido haciendo sus anteriores propietarios. Literalmente, de lo suyo gasta y, vuelvo a repetir, si lo hace con nuestro consentimiento, poco tendremos que decir. O, siendo más cínicos, tendremos mucho que decir, pero nada con más valor que cualquiera de las piadas que echamos a volar en la red social de marras. Vamos, que nos pongamos como nos pongamos, independientemente de quién sea su dueño, Twitter seguirá siendo ese lodazal inmundo en el que retozaremos con fruición al tiempo que lo ponemos a caldo. Qué asco más rico. Tan rico como Musk.

Unai y tantos más

Como casi siempre les vengo con el morro arrugado y el zurriago en ristre, creo que se merecen una columna blandita. La que me dispongo a escribir tiene, si quieren buscarlas, varias moralejas. Por ejemplo, que a pesar de que las redes sociales son un inmenso estercolero, de cuando en cuando te regalan momentos que valen su peso en platino. Pero no me adelanto. Voy por orden.

Todo empezó con una historia que le birlé a mi mujer. Fue ella la que me contó, cerca del entusiasmo, cómo en el metro había escuchado una conversación entre una chavala y dos chavales. Por lo visto, acababan de aprobar lo que seguiremos llamando Selectividad y hablaban de sus planes de futuro. Pronto apareció en la charleta un tal Unai, profesor de Filosofía, del que se deshicieron en incontables elogios. Se notaba que estaban realmente agradecidos, no porque les había facilitado el aprobado, sino porque con él habían aprendido mucho. “¡Con lo difícil que es hacer atractiva esa asignatura!”, remató uno de ellos.

Un impulso me llevó a Twitter. Necesitaba que esas palabras llegaran a su destinatario. Gracias a la multiplicación del mensaje, pronto quedó claro que el elogiado no podía ser otro que Unai Cabo, profesor del Colegio El Regato, en Barakaldo. Pudimos charlar con él en Euskadi Hoy de Onda Vasca, y varios medios —conste mi agradecimiento a El País y EITB— difundieron el feliz episodio, mientras quintales y quintales de usuarios de Twitter, Facebook o Instagram lo acompañaban con comentarios llenos de emoción. Mi conclusión es que Unai es un tío grande que representa a las y los miles de docentes que cambian la vida de sus alumnos.

No son solo las redes

Me preguntan hasta qué punto es noticia o materia de columna y/o tertulia que una actriz abandone una red social después de una mala experiencia. Dependiendo de los casos, intuyo entre los signos de interrogación curiosidad genuina o mal disimulada antipatía por la protagonista del incidente, a la que se arrumba flojera de espíritu por no saber encajar una buena manta de hostias gratuitas. A los segundos les dedico mi sonrisa más socarrona antes de mandarlos a esparragar. A los primeros, a los que de verdad plantean el asunto como asunto para la reflexión, empiezo devolviéndoles la pregunta: ¿Noticia, comparándola con qué?

Quiero decir que si hacemos un somero repaso de la infinidad de chorradas que alcanzan las portadas o entran en los menús de las diversas francachelas opinativas, el episodio de la claudicación de Bárbara Goenaga me parece un asunto de suficiente envergadura para dedicarle unos párrafos. Más allá de la anécdota concreta y hasta de los nombres propios implicados, la sucesión de hechos supone un retrato muy preciso de los tiempos que nos toca surfear. ¿También de las pérfidas redes sociales? Pues fíjense que sin negar que cada vez son estercoleros más hediondos, diría que en sí mismas no deben considerarse las culpables últimas de la derrama de bilis incesante. Son los humanos que las utilizan quienes ponen el vitriolo y la ponzoña. Desde luego, con la ayuda de los gestores de las plataformas —Twitter, Facebook y demás—, que no acaban de poner coto a los incontables hijos de la peor entraña que las usan para provocar incendios por pura maldad, porque sale a cuenta o por lo uno y lo otro.

Huyamos del morbo

De nuevo, la misma coreografía tan macabra como reveladora del paisaje y el paisanaje. Un crimen abominable se convierte en sangriento río revuelto para ganancia de pescadores sin escrúpulos. Y ahí se van todos en tropel, a hacer caja de pasta, de ego, o de lo uno y lo otro. No faltan, ojo, quienes dicen hacerlo en nombre de las más nobles causas y los principios más sagrados. Iba a decir que no cuela, pero, por desgracia, no tengo más remedio que admitir el triunfo de los trasegadores de morbo al por mayor. Basta ver los índices de audiencia y, en proporción directa, el tiempo y el espacio dedicados a retozar en el fango.

¿Es que hay que ocultar o minimizar unos hechos que objetivamente constituyen una noticia de relieve enmarcada, además, en una cuestión fundamental de nuestra época, como es la violencia machista? Ni se me ocurre insinuarlo. Podemos y debemos hablar de este asesinato y de lo que implica, pero me atrevo a pedir una vez mas, aunque sea prédica en el desierto, que tratemos de evitar incidir en lo que está de más.

Intencionadamente, lo he anotado de ese modo tan ambiguo, porque tengo la convicción de que no hace falta ser más explícito. Si somos honestos, no será difícil hacer la lista de lo que no viene a cuento remover ni en este ni en los mil y un casos prácticamente calcados que se han ido sucediendo con una frecuencia que parte el alma. Esas imágenes en bucle, esos testimonios de quien no es capaz de articular palabra o de quien pasaba por allí. Esos comentarios de jurista de barra de bar, esas pontificaciones sobre cómos y porqués que se ignoran del todo. Y lo demás que ustedes saben.

Esclavos de Facebook

Dedico estas líneas al selecto (y espero que todavía nutrido) grupo de lectores y lectoras que acceden a ellas únicamente a través del papel. Se me antojan como los últimos de las Filipinas tecnológicas, aguantando a pie firme el asedio de esa modernidad que, paradójicamente, se hace vieja al poco de nacer. No crean que no me los imagino arrugando la nariz cada vez que menciono —casi a diario— las llamadas redes sociales, especialmente la del pajarito azul. Me consta, porque así me lo han dicho en las impagables ocasiones en que los conozco en persona, que muchos ni son capaces de hacerse una idea de lo que va el invento. Y tres cuartos de lo mismo con Facebook, que es adonde quería llegar. Benditos ellos y ellas, que se permiten vivir al margen de esta gran trampa para elefantes —nosotros mismos— de la que en los últimos días se leen y escuchan tantas diatribas.

Menuda novedad, resulta que es un sórdido bazar donde se trafica con datos al por mayor para fines escasamente decentes, como hacer ganar las elecciones a Donald Trump, sin ir más lejos. Está bien, y ojalá sirviera para algo, que las instituciones que dicen preservar la democracia (ya será menos) llamen a capítulo al niñato eterno Zuckerberg, pero conviene que tampoco nos vengamos arriba. El tipo en cuestión puede ser uno de los pobladores del planeta más vomitivo y falto de escrúpulos. pero engañar, lo que se dice engañar, engaña lo justo. Cada uno de esos datos con los que trapichea se los hemos dado libre y voluntariamente los usuarios de su telaraña. Lo gratis sale caro, decía mi abuela. Qué tentación, volver al papel y solo al papel.

Circo del morbo

Ya tenemos montado de nuevo el gran circo de la bilis con sacarina. El mismo que recientemente se refociló en el fango de Boiro con el caso Diana Quer, que antes estuvo en A Coruña ordeñando la muerte de Asunta Basterra a manos (supuestamente) de sus padres, y que, en definitiva, se estrenó en sus inmundicias en Alcasser, con la inefable Nieves Herreros como jefa de pista. Ahora sienta plaza en una pedanía de Almería, donde han acudido, cual tábanos al olor de la sangre fresca, decenas —si es que no son centenares— de tribuletes que no pararán hasta sacar la última gota de mierda sobre el asesinato de una criatura de ocho años, Gabriel Cruz, que en gloria esté.

Como precuela, doce días de búsqueda radiotelevisada al segundo, sin escatimar en la exhibición de miserias humanas en primerísimo primer plano. Por si no fuera suficiente filón con la angustia inconmensurable de la madre, a los traficantes de morbo al peso les cayó el gordo de la lotería: la más que posible infanticida es la novia del padre, que en titulares y grafismos es señalada como la madrastra para otorgarle un tono aun más siniestro a la brutal tragedia.

¿Quién deja de meter la cuchara en semejante perola putrefacta, si hasta los líderes políticos se han liado a codazos para ganar la carrera de las condolencias más lacrimógenas y/o la condena más rimbombante? Me temo que nadie, incluidos usted, lector o lectora, y yo, avinagrado fiscal de lo que se ponga a tiro, da igual un proceso soberanista que un suceso truculento. No es la primera vez que recuerdo que esto que tan mal nos parece sigue ocurriendo porque tiene público. Mucho.