Inconmensurable sorpresa: la gran milonga del clima, digo la cumbre, ha terminado en fiasco. Dos semanas de carísimo y vacuo espectáculo, para levantar el campamento con dos mohínes, media docena de encogimientos de hombros, y ya si eso, a ver si hay más suerte el año que viene en Glasgow. Y si no, bueno, pues el otro o el siguiente, ya iremos echando más leña al fuego del lenguaje. ¿Vamos por emergencia climática? Pues subiremos la puja a catástrofe, cataclismo, hecatombe o directamente, apocalipsis. Queda diccionario de sinónimos para un rato.
Opto por el cinismo cáustico, rayando lo directamente abofeteable —lo sé— porque no encuentro otro modo de manejar mi cabreo ante el cúmulo de impúdicas falsedades al que hemos asistido. ¿Qué leches cabía esperar de un festival patrocinado por las compañías más dañinas para el planeta, como quedó retratado el primer día con los encartes publicitarios en la mayor parte de la prensa hispanistaní? ¿Qué valientes medidas pretendemos que tomen los políticos que saben que al final de sus días financiados por las arcas públicas les aguarda una silla de cuero en el consejo de administración de una de esas firmas?
Eso, claro, por no mencionar a los del otro frente, los abanderados del raciocinio científico que predican su conocimiento como dogma. ¡Ay del ignorante mortal que se atreva, siquiera, a expresar la menor duda o, no digamos, a encontrar alguna objeción a la mesías adolescente de culto obligatorio! Se le colgará de inmediato el baldón de hereje negacionista adorador de Trump y, tras ser disciplinado en público, arderá en una hoguera tan pura que casi ni desprende CO2.